El liberalismo es la mayor doctrina filosófica, política y económica que los hombres han procreado. Sus ideas fueron maduramente hilvanadas por razonadores que supieron colocar la libertad individual, eterna molestia para los tiranos, en el centro de las elucubraciones. No es fútil resaltar que, desde presocráticos hasta utilitaristas, se pueden hallar elementos coherentes con el discurso liberal, pues sus proposiciones abrevan de variadas fuentes. Además, como repele la quietud ordenada por el dogmatismo, esta corriente del pensamiento humano nunca quedará encerrada entre murallas que hayan sido erigidas a fin de mantener indemnes algunas premisas o conclusiones. La consagración de una verdad es inimaginable si se ponderan los lineamientos que orientan este producto del orbe occidental. Es que no hay nadie más dispuesto a debatir sobre sus máximas que los liberales; de concretarse, las modificaciones develarían un meritorio espíritu crítico, cuya presencia es imperiosa en el planeta entero.
Las virtudes de la doctrina liberal son colosales e inestimables. Mis lecturas de quienes predican este ideario han roborado un encanto que, por fortuna, no trepida cuando los gobernantes izquierdistas dictaminan su ocaso, acometen eliminarla del panorama ideológico. Verbigracia, fue un libro de John Gray, Liberalismo, el que me permitió conocer cuatro de sus principales cualidades: individualista, universalista, meliorista e igualitaria. En cuanto a la primera, conviene precisar que, según nuestra óptica, el sujeto está por encima de toda colectividad, es decir, amparamos su soberanía para impedir subordinaciones indignantes. Esto no equivale a panegirizar el aislamiento; se acepta la importancia de una sociedad o Estado, pero lo único real, vital, creador es el individuo, por lo que debe tener un nivel ontológico superior. Las aristocracias, elites y vulgo tampoco pueden sobreponer sus intereses a cualquiera de aquéllos pertenecientes al campo individual. La singularidad marca los límites que deben respetarse entretanto no se desee un orden antinatural.
Respecto al universalismo, el apoyo es inextinguible. Una concepción del humano que niegue su esencia, relativizando cualquier disquisición acerca de preeminencias valorativas, es retrógrada. Muchas centurias fueron requeridas para conseguir un entendimiento de la naturaleza humanal que, aunque todavía incompleto, engendre teorías y planes dirigidos a obtener el mejoramiento del mundo. Por cierto, el convencimiento de que las obras son siempre perfectibles reconoce a los partidarios del meliorismo como sus fervientes defensores; consiguientemente, prohijando ese enunciado, nuestra ideología descansa también allí. Ahora bien, si la razón es una facultad que no integra el patrimonio exclusivo de ninguna patria, al usarla, uno puede buscar verdades e impulsar rebeliones contra los oráculos, evitando preocuparse demasiado por el folclore. Admitiendo la existencia de seres con idénticas potencialidades, cuando se piensa en sus ejemplares descollantes, sistematizando las escogencias, es factible idear un proyecto que intente ser llevado a cabo por la especie.
Entre las personas, la única igualdad que se puede imponer es aquélla conferida por el Derecho y la política. Como es obvio suponer, esta decisión tiene que respetar los dominios privativos de la libertad individual, donde se observa desconfiadamente aun el menor acceso. Mientras las oportunidades sean similares, los mortales objetarán pretextos que sustenten fracasos, derrotas o infracciones: se valdrán de sí mismos. La propugnación de un comienzo parecido es lo que distingue al liberalismo; no exigimos un igualamiento final, absorbente y abstracto, contradictor del hombre. A diferencia del control ambicionado por otras teorías, la confianza que tenemos en la autonomía de los individuos prohíbe cualquier homogeneización incongruente con esta esperanza. Todos deben estar en condiciones de obrar soberanamente, derrelinquir la partida igualitaria para encontrar su propio destino.
Nota pictórica. Courbet con el perro negro (1842) es una obra de Gustave Courbet.
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