Las enseñanzas de Pitágoras han resistido su colocación entre los productos del Hombre que, tras una inicial e inobjetable utilidad, exhalan prescindencia. Como sucede con varios luminares, la recordación del maestro heleno sirve para cavilar sobre diferentes temas, amparar o repeler proposiciones que se gestaron cuando el Universo era pensado en Grecia. Una de las explicaciones pitagóricas que ha cobrado notoriedad es aquélla vinculada a la vida contemplativa. Conforme al referido meditador, hay tres clases de personas que asisten a las Olimpiadas, pero se hallan también fuera del certamen: atletas, mercachifles y espectadores. Ahora bien, el establecimiento de una jerarquía que afecte a estos tipos humanos es posible tomando en cuenta sus respectivos designios; así, mientras el atleta pretende la gloria y los comerciantes, lucro, quien especta las competencias es movido sólo por esas delicias que brinda la contemplación. Según Pitágoras, este último fin sería superior a los anteriores.
Aunque no niego que la pasividad, contemplativa o teorética, sea fructífera en diversos campos, existen contextos donde lo único válido es actuar. No apologizo el desdén por las lucubraciones; al contrario, entiendo que son el presupuesto de casi todo proceder. Mi apunte se relaciona con la reclamación de una postura, un comportamiento generado por creencias e ideas políticas. Es apodíctico que los fracasos de actuaciones pasadas pueden desalentar esta tendencia, profetizar su ineficacia, señalar anteladamente cuántas energías se gastarán en vano. No obstante, dado que cualquier arrepentimiento se origina en la convicción de haber podido tomar una mejor decisión, apostar por un cambio benéfico supera a una quietud que prohíje la pusilanimidad o el conformismo. Las ofensas liberticidas despiertan afanes, aun habilidades ignotas; en cambio, la conservación del actual estado, quizá solamente bostezos.
Ningún pretexto es útil para permanecer en la tribuna. Las calamidades que acompañan al Gobierno no cesarán entretanto la institucionalidad republicana persista en oponerse a su abolición, soporte uno de los peores vendavales desde la rehabilitación democrática del año 1982. Denodado a liquidar un orden que busca patrocinar los derechos fundamentales y garantir la administración racional del Estado, el oficialismo no tiene tiempo para teorizar; apartando casos extraordinarios, la eternización de su mandato pide hiperactividad, incita un avance frenético, presuroso e infatigable. Esto imposibilita que se observen las arremetidas del Movimiento Al Socialismo como si formaran parte de un espectáculo innocuo: cada ganancia del Ejecutivo es una desmejora que deben padecer quienes impugnan la idea de apoyar su ominoso proyecto, un retroceso concebido para concretar quimeras iliberales.
La movilización del bloque antigubernamental no tolera guías exclusivos. El individuo que considere agraviada su dignidad por este régimen debe actuar para esquivar daños irremisibles. En el andamiento, ese sujeto no tiene más obligaciones que la de ser coherente con sus valores y principios, manteniendo una pulcritud ética que los adversarios aborrecen. Esta línea de conducta vuelve factible, acaso imperativo, criticar al que aparenta guerrear contra el partido gobernante, pero descarta simultáneamente cualquier conexión con los opositores insobornables, aquéllos dispuestos a no trocar sus libertades por prerrogativas personales, institucionales o gremiales. Es cierto que estos meses deben ser aprovechados para procrear un frente democrático; sin embargo, ello no significa dejar a cualquiera como representante máximo de nuestros anhelos políticos. La premura que tenemos acepta todavía pausas si se trata de acrisolar élites y desautorizar liderazgos inconducentes. La colisión es inexorable, mas nada justifica que sigan en la cúspide los que ya probaron carecer del genio requerido.
Nota pictórica. El beso robado es una obra que Jean-Honoré Fragonard ultimó en 1780.
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