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Reconociendo miserias para ganar el poder

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Mi predilección por la filosofía tiene abundantes motivos que se fortalecen desde hace dos lustros y medio. Este goce intelectual me ha permitido el conocimiento de autores, tesis e inquisiciones que obtuvieron la inmortalidad gracias a su lucidez. Encaminado por maestros que desbrozaron esa senda, acogí una serie de postulados (imitados, adulterados, deformados) capaces de facilitar cogitaciones, rebatir alegatos, aceptar hasta los propios desaciertos: ejercer el derecho a pensar libremente. En efecto, nada me parece más atroz que las limitaciones dictadas por los dogmas; además de antinatural, el veto al raciocinio soberano es embrutecedor, multiplicador del problema que tiene este mundo por la plaga de las presidencias izquierdistas. Ello hace que, aun cerca de comenzar una contienda electoral, revise mis máximas, evaluando paralelamente las tareas llevadas a cabo para materializarlas. Desde luego, esta faena quedaría incompleta si no juzgara también a quienes han transitado por los mismos rumbos de la oposición. Sirva, pues, esta breve autocrítica para renovar nuestra lucha.

Morales Ayma no llegó a Palacio Quemado porque los hechiceros que reverencian a ídolos paganos hayan conseguido su ascensión, embrujado al electorado con el objetivo de vencer en los comicios generales. Su triunfo del año 2005 fue la peor consecuencia de los errores, abominaciones e incalculables rapacerías que cometieron variados gobiernos. Es verdad que, desde el postrer mandato de Paz Estenssoro, la modernización parecía dable, inminente; sin embargo, el entusiasmo por desatender costumbres atávicas no poseyó a todos los mortales que tuvieron la oportunidad de dirigir el Estado. Sé que hubo políticos, funcionarios y diplomáticos merecedores del mayor panegírico; empero, no puedo idealizar un pasado en el cual fueron igualmente admitidos burócratas de baja ralea. Tal vez la expansión de las catervas masistas carecería del volumen vigente si la ética no hubiera sido desterrada, por numerosos sujetos, de la política.

Pero la marejada del Movimiento Al Socialismo no se debe imputar únicamente a las concupiscencias de los partidos políticos que rigieron este país. Las minorías llamadas a guiar cada estamento de la sociedad han provocado asimismo esta situación. No hay elite que merezca ser salvada del dictamen. El mercantilismo, las licitaciones anómalas, la prebenda, el financiamiento infiel de campañas: algunos empresarios contribuyeron a la gestación del mal. Es conveniente también aceptar la inexistencia de una cruzada doctrinaria que favorezca la estima por el liberalismo. Acontece que, mientras sus pensadores componían y divulgaban el disparatorio gobiernista, nuestros cenáculos, con pocas excepciones, se limitaban a encomiar las medidas tecnocráticas, considerando arcaico cualquier debate ideológico. Es difícil que el vulgo no respalde a politicastros cuando los grupos rectores han omitido indicarle la orientación adecuada, ganando antes su confianza merced a demostraciones de integridad.

En este análisis, las actuaciones de los prefectos opositores no pueden ser tratadas con indulgencia. Yo no me olvido del abandono de la resistencia contra el referendo revocatorio ni minusvaloro la infame firma que grabó su representante cuando apresaban a Leopoldo Fernández. Siguiendo esta línea, rememoro la desazón de los ciudadanos que pedían el cumplimiento del ordenamiento autonómico, mas sus gobernantes no los atendieron de manera satisfactoria. Con todo, por ahora, bastan estos cuestionamientos; la misión consiste en evitar absurdos similares, hechos que utilicen los antípodas para desprestigiarnos. Fragüemos la victoria. Pedro Henríquez Ureña me recuerda que aun esta exhortación es hacedera: “No es ilusión la utopía, sino el creer que los ideales se realizan sobre la tierra sin esfuerzo y sin sacrificio. Hay que trabajar. Nuestro ideal no será la palabra de uno o dos o tres hombres de genio, sino de la cooperación sostenida, llena de fe, de muchos, de incontables hombres modestos”.

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Nota pictórica. Cruzados entrando en Constantinopla es una creación del virtuoso Eugène Ferdinand Delacroix (1798-1863).

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