Mariano Grondona proclama que los latinoamericanos caracterízanse por la ‘cultura matinal’. Ella puede ser sintetizada empleando esta sentencia: durante la mañana, todo es posible. Aun sufriendo el peor desbarajuste social o una hórrida crisis económica, suponemos que lo resolveremos con festinación; creemos, ilusionados, en la posibilidad de hallar a un prócer o grupo de lumbreras capaces del cometido. Pasado un lapso brevísimo, la realidad se impone, el desencanto abofetea: llegada la tarde, queda sólo resentimiento contra quien no pudo salvarnos. Frustrados, en vez de trabajar seriamente, comenzamos a lucubrar acerca del nuevo sortilegio que destruirá nuestras miserias. Así, terminamos hablando de otra justa comicial, variopintos referendos o, incluso, Asamblea Constituyente, la mayor ilusión contemporánea.
Proponer la modificación de un escrito que no se conoce revela una estupidez superlativa. Presumir que las actuales disposiciones jurídico-constitucionales nos excluyen por el hecho de ser indígenas, pobres, homosexuales o campesinos prueba una lastimera educación y un recelo superior al nietzscheano. Sin erigirse en paraíso legislativo, Bolivia tiene suficientes leyes como para lograr el alampado desarrollo (claro, faltan las autonomías departamentales, mas esto pudo darse a través de una reforma parcial). Su desobediencia no es un problema del texto legal, sino de la incivilidad comunitaria. Aristóteles enseñó que, para su cumplimiento, una ley se vale solamente de la costumbre. Considerando esta idea, los preceptos que regulan las relaciones sociales más importantes no tendrían sentido si fuesen soslayados por sus destinatarios: aunque las normas originadas en el Parlamento sean límpidas, quienes componen la sociedad son, al final, los que les darán vida; la indiferencia general puede, entonces, socavar cualesquier convenciones.
Cuando una persona, o pueblo, cree que su situación cambiará sin demora merced a mutaciones jurídicas, el racionalismo ha sido abandonado en aras de la sensibilidad emotiva. Un mejoramiento del contexto vigente no pasa siempre por avatares legalísticos: grandes transformaciones pueden darse ejerciendo, de manera efectiva, derechos que ya son reconocidos; cumpliendo con los deberes señalados en la legislación reinante, innumerables desórdenes serían evitados. El caos no se genera por falta de disposiciones proficuas, sino debido a inobservancias bochornosas. En una crítica lancinante pero certísima, el escritor Alcides Arguedas exige relegar los floreos y arrostrar sensatamente las dificultades del Estado cuando dice que seguimos “pensando candorosamente que las reformas fundamentales de un país han de hacerse con leyes y no con costumbres”.
El eternal desacatamiento de las leyes sirve como basa del pesimismo que me inspiran los asambleístas, esos representantes que, en seis meses, han demostrado únicamente poseer habilidades gladiatorias. Más aún, revisando algunos pareceres emitidos sobre la cuestión tratada, encontré una famosa reflexión bolivariana que no deja lugar a dubitaciones: “No hay buena fe en América –asevera el Libertador–, ni entre las naciones: los tratados son papeles; las Constituciones, libros; las elecciones, combates; la libertad, anarquía; y la vida, un tormento”. Hasta ahora, la Constitución Política del Estado nunca fue respetada en su integridad; por tanto, ejerciendo mi derecho al prejuicio, espero una nueva frustración colectiva, otro proyecto ilusorio que nos entontezca con ferocidad.
Nota pictórica. La comida es un cuadro que Velázquez concluyó en 1617.
Proponer la modificación de un escrito que no se conoce revela una estupidez superlativa. Presumir que las actuales disposiciones jurídico-constitucionales nos excluyen por el hecho de ser indígenas, pobres, homosexuales o campesinos prueba una lastimera educación y un recelo superior al nietzscheano. Sin erigirse en paraíso legislativo, Bolivia tiene suficientes leyes como para lograr el alampado desarrollo (claro, faltan las autonomías departamentales, mas esto pudo darse a través de una reforma parcial). Su desobediencia no es un problema del texto legal, sino de la incivilidad comunitaria. Aristóteles enseñó que, para su cumplimiento, una ley se vale solamente de la costumbre. Considerando esta idea, los preceptos que regulan las relaciones sociales más importantes no tendrían sentido si fuesen soslayados por sus destinatarios: aunque las normas originadas en el Parlamento sean límpidas, quienes componen la sociedad son, al final, los que les darán vida; la indiferencia general puede, entonces, socavar cualesquier convenciones.
Cuando una persona, o pueblo, cree que su situación cambiará sin demora merced a mutaciones jurídicas, el racionalismo ha sido abandonado en aras de la sensibilidad emotiva. Un mejoramiento del contexto vigente no pasa siempre por avatares legalísticos: grandes transformaciones pueden darse ejerciendo, de manera efectiva, derechos que ya son reconocidos; cumpliendo con los deberes señalados en la legislación reinante, innumerables desórdenes serían evitados. El caos no se genera por falta de disposiciones proficuas, sino debido a inobservancias bochornosas. En una crítica lancinante pero certísima, el escritor Alcides Arguedas exige relegar los floreos y arrostrar sensatamente las dificultades del Estado cuando dice que seguimos “pensando candorosamente que las reformas fundamentales de un país han de hacerse con leyes y no con costumbres”.
El eternal desacatamiento de las leyes sirve como basa del pesimismo que me inspiran los asambleístas, esos representantes que, en seis meses, han demostrado únicamente poseer habilidades gladiatorias. Más aún, revisando algunos pareceres emitidos sobre la cuestión tratada, encontré una famosa reflexión bolivariana que no deja lugar a dubitaciones: “No hay buena fe en América –asevera el Libertador–, ni entre las naciones: los tratados son papeles; las Constituciones, libros; las elecciones, combates; la libertad, anarquía; y la vida, un tormento”. Hasta ahora, la Constitución Política del Estado nunca fue respetada en su integridad; por tanto, ejerciendo mi derecho al prejuicio, espero una nueva frustración colectiva, otro proyecto ilusorio que nos entontezca con ferocidad.
Nota pictórica. La comida es un cuadro que Velázquez concluyó en 1617.
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