El raído discurso de que las sociedades abiertas han sido creadas por los individualistas para petrificar la distancia entre potentados y miserables, desde hace varios años, viene persuadiendo a muchos pensadores liberales. Durante los postrimeros decenios del siglo pasado, mientras las ilusiones comunistas eran demolidas por la realidad, algunos razonadores emprendieron la tarea de lenificar su arquitrabe ideológico. El intríngulis era cómo insertar mayor solidaridad en este tipo de colectividades.
“La búsqueda de la igualdad o su logro, más bien, tiene un precio muy alto: el de la libertad”. Esta meditación, expresada por Mariano Baptista Gumucio, enseña que, a fin de conseguir equidades fundamentales dentro del grupo social, algunos individuos deban ver menoscabadas sus libertades. Siguiendo esta orientación, para darle dulzor social a los Estados liberales, Ronald Dworkin enunció la doctrina de la acción afirmativa o discriminación inversa. Este planteamiento defiende que la legislación admita privilegios en el trato otorgado a las minorías; rebasando aquellos lindes impuestos por la competencia y las condiciones personales, decide preposterar el orden para beneficio del discriminado.
Los pregoneros de la mencionada teoría se respaldan en una supuesta injusticia global que autorizaría esas desigualdades. Lo sibilino es que acaban desdeñando las corrupciones del propio círculo mayoritario, pues, si actuaran de otra forma, dichas predilecciones tendrían que ser universales. Las auténticas quejumbres les pertenecen a ellos, exclusive; el resto, siendo blancos o mestizos (dominantes), no precisan de ningún socorro. Ese trato preferencial, sumamente pernicioso para la democracia, puede ser evidenciado en diversos terrenos.
En el ámbito artístico, la consabida idea parece también haberse observado. Baste advertir los ditirambos propalados acerca de obras autóctonas, laboradas por indígenas, que no tienen mayores virtudes estéticas. Como está la situación, un plumífero cualquiera podría merecer laudatorias gracias a su linaje, aunque posea una prosa indecente. A título de reivindicaciones históricas, estamos tolerando el bastardeo del buen gusto.
Para nuestros gobernantes, la Ley debe ser aplicada de acuerdo con la tendencia política del administrado. Aceptando este razonamiento, sus prosélitos no cometen nunca delitos; ellos, irritados por las ‘opresiones oligárquicas’, recurren al blocaje y a la pedrea con fines nobilísimos. Consiguientemente, punir estos actos sería un solemne descocamiento. Empero, cuando la oposición decide manifestarse públicamente contra el Poder Ejecutivo, adecua su comportamiento a copiosos delitos. En este contexto, los entes burocráticos sí tienen que perseguir frenéticamente al objetante del oficialismo hasta infligirle una sanción paradigmática. No hay otra lógica: unos reciben condena; otros, panegíricos.
Una cosa es facilitar la igualdad de oportunidades; otra, asaz antirracional, fijar prerrogativas en perjuicio del circunstancial adversario político o, por su abolengo, colonial explotador. Fernando Savater sostiene algo que debería ser considerado por quienes anhelan eternizar estas iniquidades: “Yo me conformo con que los hombres seamos socios, leales y cooperativos entre sí e iguales ante la ley”.
“La búsqueda de la igualdad o su logro, más bien, tiene un precio muy alto: el de la libertad”. Esta meditación, expresada por Mariano Baptista Gumucio, enseña que, a fin de conseguir equidades fundamentales dentro del grupo social, algunos individuos deban ver menoscabadas sus libertades. Siguiendo esta orientación, para darle dulzor social a los Estados liberales, Ronald Dworkin enunció la doctrina de la acción afirmativa o discriminación inversa. Este planteamiento defiende que la legislación admita privilegios en el trato otorgado a las minorías; rebasando aquellos lindes impuestos por la competencia y las condiciones personales, decide preposterar el orden para beneficio del discriminado.
Los pregoneros de la mencionada teoría se respaldan en una supuesta injusticia global que autorizaría esas desigualdades. Lo sibilino es que acaban desdeñando las corrupciones del propio círculo mayoritario, pues, si actuaran de otra forma, dichas predilecciones tendrían que ser universales. Las auténticas quejumbres les pertenecen a ellos, exclusive; el resto, siendo blancos o mestizos (dominantes), no precisan de ningún socorro. Ese trato preferencial, sumamente pernicioso para la democracia, puede ser evidenciado en diversos terrenos.
En el ámbito artístico, la consabida idea parece también haberse observado. Baste advertir los ditirambos propalados acerca de obras autóctonas, laboradas por indígenas, que no tienen mayores virtudes estéticas. Como está la situación, un plumífero cualquiera podría merecer laudatorias gracias a su linaje, aunque posea una prosa indecente. A título de reivindicaciones históricas, estamos tolerando el bastardeo del buen gusto.
Para nuestros gobernantes, la Ley debe ser aplicada de acuerdo con la tendencia política del administrado. Aceptando este razonamiento, sus prosélitos no cometen nunca delitos; ellos, irritados por las ‘opresiones oligárquicas’, recurren al blocaje y a la pedrea con fines nobilísimos. Consiguientemente, punir estos actos sería un solemne descocamiento. Empero, cuando la oposición decide manifestarse públicamente contra el Poder Ejecutivo, adecua su comportamiento a copiosos delitos. En este contexto, los entes burocráticos sí tienen que perseguir frenéticamente al objetante del oficialismo hasta infligirle una sanción paradigmática. No hay otra lógica: unos reciben condena; otros, panegíricos.
Una cosa es facilitar la igualdad de oportunidades; otra, asaz antirracional, fijar prerrogativas en perjuicio del circunstancial adversario político o, por su abolengo, colonial explotador. Fernando Savater sostiene algo que debería ser considerado por quienes anhelan eternizar estas iniquidades: “Yo me conformo con que los hombres seamos socios, leales y cooperativos entre sí e iguales ante la ley”.
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Nota pictórica. – Desembarco de María de Médicis en Marsella fue pintado por Petrus Paulus Rubens entre 1621 y 1625.
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