“La filosofía es válida en cuanto análisis inexorable de lo establecido: la crítica de lo existente puede ser un indicio de algo mejor”.
H.C.F. Mansilla, La difícil convivencia.
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Las evagaciones de un zote suelen pesar más que los genuinos ensimismamientos del filosofador. Toda lucubración empléase burlonamente para detraer al individuo que, reacio a las futesas mundanales, procura obtener la verdad, adoptar certitudes. Quien moteja el obrar filosófico lo hace suponiendo que sus ultrajes exterminarán los productos de la intelectualidad. Maldadosos e iletrados, estos tiparracos guindan al superior porque les encanta la oscuridad; en consecuencia, despenarlos sería meritorio. El individuo que reflexiona lo hace impulsado por encontrar luces, aquéllas capaces de aquietar su espíritu bravío[1].
Los ludibrios son inadecuados para molturarnos. Nadie confuta que, cada día, la basteza conquista numerosos prosélitos, gente decidida a levantar una pira valiéndose de libros y escribidores. Así, un palafrenero recibiría mejores atenciones, inclusive cetros auríferos. Manfredo Kempff Mercado lo señaló sin ambages: “…la incultura hace escarnio de la cultura; a la que considera, resentidamente, como un adorno superfluo. Al hombre abstraído se lo mira con recelo. Ni siquiera se lo diferencia lo suficientemente del distraído, siendo así que, descontada una aparente semejanza, viene a ser su antípoda. En efecto el hombre abstraído es el que está preso por una idea o un problema. Por eso mira fijamente hacia dentro. El distraído, en cambio, que mantiene vacilante su interioridad, desplaza la mirada de objeto en objeto sin lograr fijarla nunca”[2].
El poder tirita cuando un filósofo lo examina: no hay crítico más esplendente ni revolucionario mayor. Negadores del acatamiento incondicional, los amigos de la sabiduría[3] escudriñan las normas reinantes para tolerarlas o declarar su abolición. Observando esto, la taciturnidad política es completamente ominosa. Un ser pensante tiene la fuerza necesaria para lobreguecer el hado de cualesquier gobernantes; usarla, por tanto, debe ser compatible con los intereses comunitarios. Actuando límpidamente, una jactancia auténtica nos rebasará porque Sócrates jamás hubiera podido espetarnos la falta de arrojo[4].
La intrepidez filosófica resiste cualquier demarcación. Siendo libertario, el pensador lanza sus ideas con gran entereza; las amonestaciones y los conciliábulos le afectan poco. Para evitar subversiones, los miembros del tropel han acordado que las concepciones vulgares están por encima de todo raciocinio particular. A quienes le aconsejan un comportamiento lene[5], recomiéndales volver al claustro materno, lugarejo donde podrían terminar de proyectar su varonía. Engrandecer una visión disímil significa ganarse un honroso espacio en el patíbulo.
Arrimarse a esta disciplina movido por designios crematísticos resulta una barbaridad. El enriquecimiento patológico debe buscarse en otras áreas. Amillonada o menesterosa, una persona tiene las mismas posibilidades de discurrir sobre múltiples temas. Si bien las carestías pueden malograr semanas enteras, la contenteza que fecunda sublimar nuestra mismidad es inconmensurable. Aunque los plutócratas disientan, ninguna opulencia vale al momento de sopesar embates argumentativos. No menosprecio el dinero; solamente juzgo prescindible la suntuosidad en las tareas del intelecto[6].
La fraseología de algunos razonadores empece que sus estudios ocupen siquiera un intersticio en los hojosos tratados filosofales. Cumular gerundiadas no trasluce la luminiscencia del autor. Perfunctoriamente, muchísimos sujetos fraguan volúmenes que apenas mitigan pruritos ecológicos. El universo es un hontanal de conjeturas; roborarlas o liquidarlas no le compete a cualquiera. Como en otros campos, los aventureros interesan a fin de mostrar lo que no debe hacerse.
¿Es ocioso estudiar a los maeses del pasado? Tomás Abraham dilacera el cuestionamiento al asegurar: “La filosofía no nos hace más sabios ni felices. Es un contacto con el mundo, un puente más. Nadie lee a Spinoza para ser mejor con sus semejantes, sino para entenderlo. Y sirve entenderlo para ordenar y montar escenarios históricos”[7]. El conocimiento de las faenas pretéritas y del contexto vigente cuando éstas fueron efectuadas no es vacua sabihondez; si omitiéramos hacerlo, hasta podríamos cometer la majadería de oprobiar los despejos aristotélicos pretextando su esclavismo.
Las voces pulsativas que acompañan al meditador decaen cuando se da inicio al rito de llenar cuartillas y extenuar la mente. No realizo esta labor imaginando los parabienes farisaicos que recogeré; cavilo porque quiero contestar esas mutables interrogaciones paridas a diario. Las gitanerías nunca consiguieron preocuparme: el que gusta seriamente de los ejercicios pensativos aprende a controlar los miasmas del vanistorio. Lo mío pasa por derrotar al engreído que rétame desde mi propio espejo.
Los ludibrios son inadecuados para molturarnos. Nadie confuta que, cada día, la basteza conquista numerosos prosélitos, gente decidida a levantar una pira valiéndose de libros y escribidores. Así, un palafrenero recibiría mejores atenciones, inclusive cetros auríferos. Manfredo Kempff Mercado lo señaló sin ambages: “…la incultura hace escarnio de la cultura; a la que considera, resentidamente, como un adorno superfluo. Al hombre abstraído se lo mira con recelo. Ni siquiera se lo diferencia lo suficientemente del distraído, siendo así que, descontada una aparente semejanza, viene a ser su antípoda. En efecto el hombre abstraído es el que está preso por una idea o un problema. Por eso mira fijamente hacia dentro. El distraído, en cambio, que mantiene vacilante su interioridad, desplaza la mirada de objeto en objeto sin lograr fijarla nunca”[2].
El poder tirita cuando un filósofo lo examina: no hay crítico más esplendente ni revolucionario mayor. Negadores del acatamiento incondicional, los amigos de la sabiduría[3] escudriñan las normas reinantes para tolerarlas o declarar su abolición. Observando esto, la taciturnidad política es completamente ominosa. Un ser pensante tiene la fuerza necesaria para lobreguecer el hado de cualesquier gobernantes; usarla, por tanto, debe ser compatible con los intereses comunitarios. Actuando límpidamente, una jactancia auténtica nos rebasará porque Sócrates jamás hubiera podido espetarnos la falta de arrojo[4].
La intrepidez filosófica resiste cualquier demarcación. Siendo libertario, el pensador lanza sus ideas con gran entereza; las amonestaciones y los conciliábulos le afectan poco. Para evitar subversiones, los miembros del tropel han acordado que las concepciones vulgares están por encima de todo raciocinio particular. A quienes le aconsejan un comportamiento lene[5], recomiéndales volver al claustro materno, lugarejo donde podrían terminar de proyectar su varonía. Engrandecer una visión disímil significa ganarse un honroso espacio en el patíbulo.
Arrimarse a esta disciplina movido por designios crematísticos resulta una barbaridad. El enriquecimiento patológico debe buscarse en otras áreas. Amillonada o menesterosa, una persona tiene las mismas posibilidades de discurrir sobre múltiples temas. Si bien las carestías pueden malograr semanas enteras, la contenteza que fecunda sublimar nuestra mismidad es inconmensurable. Aunque los plutócratas disientan, ninguna opulencia vale al momento de sopesar embates argumentativos. No menosprecio el dinero; solamente juzgo prescindible la suntuosidad en las tareas del intelecto[6].
La fraseología de algunos razonadores empece que sus estudios ocupen siquiera un intersticio en los hojosos tratados filosofales. Cumular gerundiadas no trasluce la luminiscencia del autor. Perfunctoriamente, muchísimos sujetos fraguan volúmenes que apenas mitigan pruritos ecológicos. El universo es un hontanal de conjeturas; roborarlas o liquidarlas no le compete a cualquiera. Como en otros campos, los aventureros interesan a fin de mostrar lo que no debe hacerse.
¿Es ocioso estudiar a los maeses del pasado? Tomás Abraham dilacera el cuestionamiento al asegurar: “La filosofía no nos hace más sabios ni felices. Es un contacto con el mundo, un puente más. Nadie lee a Spinoza para ser mejor con sus semejantes, sino para entenderlo. Y sirve entenderlo para ordenar y montar escenarios históricos”[7]. El conocimiento de las faenas pretéritas y del contexto vigente cuando éstas fueron efectuadas no es vacua sabihondez; si omitiéramos hacerlo, hasta podríamos cometer la majadería de oprobiar los despejos aristotélicos pretextando su esclavismo.
Las voces pulsativas que acompañan al meditador decaen cuando se da inicio al rito de llenar cuartillas y extenuar la mente. No realizo esta labor imaginando los parabienes farisaicos que recogeré; cavilo porque quiero contestar esas mutables interrogaciones paridas a diario. Las gitanerías nunca consiguieron preocuparme: el que gusta seriamente de los ejercicios pensativos aprende a controlar los miasmas del vanistorio. Lo mío pasa por derrotar al engreído que rétame desde mi propio espejo.
[1] Entre la vesania y el portento, Friedrich Wilhelm Nietzsche nos obsequia esta definición: “La verdadera filosofía –tal como yo la entiendo y la vivo- es la existencia voluntaria en medio de los hielos y las cumbres ingentes; la ansiosa investigación de cuanto hay de extraño y problemático en la vida, de cuanto ataca y refuta la moral” (Ecce Homo, Oruro: Latinas Editores 1999, página 14).
[2] Manfredo Kempff Mercado, Obras completas. Santa Cruz: S/E 2004, página 813.
[3] Conforme a lo enseñado por Gilles Deleuze, esta expresión identificaría al que “se vale de la sabiduría, pero como si se valiera de una máscara en la que no se sobreviviría; el que utiliza la sabiduría para nuevos fines, extraños y peligrosos, ciertamente muy poco sabios. Desea que ella se supere y sea superada” (Nietzsche y la filosofía, Barcelona: Anagrama 1986, páginas 13-14).
[4] En su inicuo juzgamiento, el postillón de los filosofadores dijo: “Buen hombre, ¿cómo siendo ateniense y ciudadano de la más grande ciudad del mundo por su sabiduría y por su valor, cómo no te avergüenzas de no haber pensado más que en amontonar riquezas, en adquirir crédito y honores, en despreciar los tesoros de la verdad y de la sabiduría, y de no trabajar para hacer tu alma tan buena como pueda serlo?”.
[5] Por su vigorosidad, se me hizo imposible derrelinquir a Oscar Wilde: “…sugiriéndole esa prudencia inscrita en el libro de la cobardía con el nombre de sentido común” (El retrato de Dorian Gray, Barcelona: Planeta 2001, página 64).
[6] Disertando alrededor de los lineamientos epicúreos, Alain de Botton escribe: “Desde luego, es poco probable que la riqueza pueda hacernos desdichados. Ahora bien, la clave de arco de la argumentación de Epicuro es que, si tenemos dinero sin amistad ni libertad ni vida reflexiva, nunca seremos felices de verdad. Y si gozamos de estas últimas, entonces, aun careciendo de fortuna, nunca seremos infelices” (Las consolaciones de la filosofía, México D.F.: Taurus 2001, página 69).
[7] Tomás Abraham, Nuestro hermano Osho. En: La caja digital, Nro. 8, octubre de 2006.
Nota pictórica. Marte fue acabado por Diego Rodríguez de Silva y Velázquez en 1642.
Comentarios
jajaja
ojala la tomes en cuenta, a ver cuando me muestras las fotos que dijiste que habias tomado en aquel lugar tan peculiar.
Donde a mi parecer nadie suele llegar una camara fotografica.
Momentos que uno quiere olvidar.
Besos y abrazos..
los gritos me los guardo.
Adiux...
Interesante Post.
jeje
excelente post, para digerirlo con mucha calma.
¿para cuándo el libro profe?
abrazos
De acuerdo en ello.
Particularmente me da gracia leer tus post pues es evidente que te divertís al escribirlos.
Mucho más que decirte, es al dialogo al que invitas luego de leerte.
Pero, en todo caso, ya dijiste lo que debía decirse y si es por apoyo, aquí va: Derrota a ese engreído, vos podés :)
Y seguite divirtiendo, por favor.
No sería vacuo tomar en cuenta el comentario de Jorge Angel. La diversión es mayor cuando es compartida.
Un abrazo.