Ningún saber, por fundamental y extendido que sea, ninguna
agudeza o ironía, ni ninguna astucia dialéctica nos ponen a salvo de la
vulgaridad del pensar y del querer.
Max Stirner
El papel del profesor no debe limitarse al ámbito educativo. Cuando las circunstancias lo demandan, tiene que tomar la palabra y trascender aulas, planteando cuestionamientos a quienes ejercen funciones gubernamentales. Fue lo que hizo Kant, ejemplar docente del siglo XVIII, cuando publicó El conflicto de las facultades, última obra con su firma. En efecto, afectado por la censura que merecieron sus reflexiones sobre asuntos religiosos, habló entonces como académico frente al poder. Destacó el valor del espíritu crítico, que servía para distinguir a filósofos de médicos, juristas y teólogos; sin embargo, quienes mandaban no pensaban lo mismo. Así, se exponía una misión que, aun cuando provocara molestias entre las autoridades, debía consumarse. Porque su rol no se agotaba en la enseñanza de problemas, teorías e indagaciones varias; implicaba también esas observaciones.
Aunque, para obtener
triunfos electorales, un político amigo de la demagogia no sienta mayor interés
por los círculos académicos, su situación puede cambiar. En busca de
legitimidad con barniz intelectual, se podría suscitar ese fenómeno,
persiguiendo la conquista del mundillo universitario. Esto conllevaría la
multiplicación de reuniones y mítines con estudiantes, en primer lugar. Por
supuesto, aludo a encuentros en los cuales el razonamiento, las miradas
reflexivas, incluso cualquier debate serio, resultan escasos o, peor todavía,
nulos. No niego que haya universitarios a quienes les importe recibir
propuestas razonables; empero, la gran mayoría sigue otro camino. Es lo que
suele ocurrir en procesos electorales de las universidades públicas; por tanto,
no asombra la reiteración del problema cuando llegan los comicios generales.
Pero, como se hallan
aún en formación, los estudiantes podrían merecer un juicio indulgente. No
sucede lo mismo con los profesores. Ellos deberían ser los primeros en exigir
mayor apego al conocimiento a candidatos y funcionarios ya electos. Tendrían
que servir para orientar al resto de la sociedad con sus precisiones, tanto
científicas cuanto éticas. Porque la entidad en donde trabajan cuenta con una
tarea tan relevante como ésa. Lamentablemente, muchos docentes ponen su saber
al servicio del que les ofrezca mayores retribuciones. Descartemos cualquier requerimiento
de planes para mejorar el sistema educativo. La compra del catedrático es
barata o, en todo caso, ajena al pensamiento. Lo mismo podría decirse cuando se
habla del mantenimiento de su apoyo. Es que, salvo excepciones, el tono crítico
surge sólo al frustrarse la continuidad de los privilegios.
La falta de crítica
del poder se vuelve más aborrecible cuando sus protagonistas son autoridades
universitarias, sean privadas o estatales. Sin importarles cuánto daño haya
hecho a la libertad de pensamiento, vital en cualquier facultad, encumbran al
tirano. No interesa que se trate de alguien sin pasión alguna por el
conocimiento; lo fundamental es facilitar su elevación académica para disfrutar
luego del favor. Esto es lo que origina la entrega de cuantiosos doctorados
honoríficos a quienes simbolizan el oscurantismo. Con certeza, mientras tengan
vigencia estos tiempos marcados por el oportunismo, existirán pocos rectores
que, como Unamuno en Salamanca, exijan a bárbaros, autócratas y demagogos
respetar esos centros de estudio. Esta penosa realidad no debería sorprendernos,
pues, si la educación es un vulgar negocio para demasiadas autoridades, ¿por
qué no venderse al político más audaz de turno?
Nota pictórica. Marco Aurelio distribuyendo pan es una obra que pertenece a Joseph-Marie Vien (1716-1809).
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