Se cree siempre
equivocadamente que
la idea de razón tiene un sentido único.
Albert Camus
En un curso que comenzó
el año 1929, Ortega y Gasset se preguntaba sobre las razones humanas para
conocer. No siendo dioses omniscientes ni, en teoría, animales inconscientes de
su ignorancia, valía la pena formularnos esa cuestión. Desde Aristóteles, se sostiene
que, por naturaleza, el hombre tiene un afán de conocer, una inclinación
favorable a ello. Huelga decir que la conducta de mucha gente refuta esta tesis
con espantosa frecuencia. No obstante, al autor de Meditaciones del Quijote le preocupaba terminar con esa inquietud,
buscando una respuesta que fundamente nuestros quehaceres en dicho ámbito. Así,
se afirmó que las personas conocían para tener seguridad vital; en otras
palabras, necesitaban ciertas convicciones, creencias, verdades, las cuales son
demandadas por un oficio tan importante como vivir.
Gracias
al impulso de Francis Bacon, la ciencia moderna ha servido para identificar diversos
problemas y, además, resolverlos. Debido a sus éxitos, aunque haya generado
también frustraciones, se la considera una vía óptima para aproximarnos a la
verdad y, en suma, obtener esas certezas que ayudan a existir. Empero, encontramos
otros medios que son útiles para lograr ese objetivo. Sucede que, en el cometido
de alcanzar certidumbres que un individuo precisa para vivir, se puede recurrir
a caminos claramente distanciados del científico. Desde luego, esto podría ocasionar
críticas, pues se trataría de una vía falsa, un sendero que no cuenta con los
requisitos fijados para su respeto en ese campo. Surge así la acusación de seudociencia, en donde, ante todo, debe
censurarse el engaño. Porque hay teorías que se presentan como científicas,
pero no son sino estafas, medios para empobrecer a personas necesitadas de
ilusión, poniendo en riesgo hasta su vida.
Ahora
bien, si no fuese una impostura científica y se tratara de un ideario para
entender mejor al ser humano, ¿cuán desautorizados serían sus planteos? Negar
toda validez en estos casos, por no seguir una vía eminentemente científica, lleva
a un extremo: el cientificismo. No todas las actividades que se relacionan con
nuestro conocimiento deben aspirar a la estrictez del físico, astrónomo,
etcétera. Para entender a un individuo, incluso consolarlo, no parece
imprescindible el rigor metodológico. Ruego que no se piense en un alegato a
favor de la incultura más grosera, pues es siempre necesario ampliar los saberes.
Sería idiota tratar de quitar autoridad a la ciencia o, peor aún, reivindicar
tonterías como la homeopatía. Es obvio que, si, para sobrellevar una depresión,
se aconseja violentar la ley de gravitación universal, podemos causar un daño
irreparable. El tema es que, por el solo hecho de carecer del método de las
ciencias exactas, naturales, o aun sociales, un conocimiento no debe ser excluido
de nuestras deliberaciones.
Finalmente,
destaco que, en la propia filosofía, varios autores han cuestionado que, como
no se tiene rigurosidad científica, sus aseveraciones se consideren
innecesarias, invalidando a la metafísica, por ejemplo. De este modo, se
intentó la consagración de un imperialismo que, como pasa en cualquier campo
donde esta perversión sienta presencia, resulta negativo. Es irrebatible que la
disciplina de Sócrates no cuenta con las exactitudes del matemático o esas
predicciones que aventuran otros teóricos; sin embargo, esto impide juzgarla
inútil. Tenemos todavía interrogantes, más aún en nuestra vida íntima, que sólo
esa labor de los pensadores puede ayudar a contestar.
Nota pictórica. El saqueo de Roma por los bárbaros es
una obra que pertenece a Joseph-Noël Sylvestre (1847–1926).
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