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El oprobio de la incultura

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¿Es tal vez mejor que todos seamos incultos a que haya unos pocos cultos? ¿Queremos una cultura en la que nadie sepa nada? En definitiva, si el maestro sabe más que el alumno, tenemos que matar al maestro; y el que no razona de este modo es un elitista. Esta es la lógica de quien carece de lógica.

Giovanni Sartori

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No hay sociedad a la que le falten problemas. Siendo una obra de seres humanos, cuya imperfección es connatural, los males que aquélla padece pueden enumerarse hasta rozar el infinito. Emitir este juicio no es la consecuencia de un pesimismo enfermizo; su formulación emerge cuando, propendiendo al desaliento o a incidir en entusiasmos exorbitantes, una persona examina escrupulosamente lo que la rodea. Es inobjetable que, al efectuar esta observación, algunas falencias sean percibidas con extraordinaria facilidad. En estos casos, tratándose de temas que tienen largo tiempo a nuestro lado, su constatación causa molestia. Sucede que, como la permanencia de un defecto puede revelar el fracaso del que trabaja para eliminarlo, una imprevista solidaridad con esta especie nos hace sufrir por esa convicción, aunque no hubiésemos participado en la derrota. Sentimos que no es pertinente hablar de progreso, imaginar un mundo en el cual las mejoras sean incesantes, pues ni siquiera lo notorio ha logrado ser abatido. Por ventura, uno accede a la invitación que, cargada de sentimentalismo, dispensa el destino, esa exhortación para intentar, una vez más, terminar con esos demonios. Es así como pasamos de la indignación por lo patente a la caza del portento. Nos resistimos, entonces, a convalidar una situación que no concuerda con nuestros ideales. No interesa que muchos semejantes hayan resuelto conservar el orden actual, preservando cada una de sus miserias; mi postura responde con indiferencia frente a esas verificaciones empíricas. Por ello, habiendo advertido una patología tan estremecedora como el endiosamiento de la ignorancia y las frivolidades, yo no quedaré complacido hasta meter en cintura a quienes consideran tolerable, normal e inofensivo dicho fenómeno. Que otros mortales se ocupen de apoyar ese despropósito; en mi opinión, la gravedad del asunto no permite licencias ni posibilita complicidades.

Las personas que se sienten atraídas por la cultura forman parte de una minoría casi agonizante. En general, el hábito de relacionarse con cualquier manifestación del espíritu no es laureado. Reconozco que, por diversos motivos, esas predilecciones no han disfrutado históricamente de popularidad; sin embargo, su estado nunca tuvo la seriedad que ahora ostenta. Verbigracia, el arquetipo de un sujeto que, gracias a incontables volúmenes, sea versado en distintos campos ha caído en desgracia. La erudición es interpretada, de modo definitivo, como pedantería o mera sabihondez. El panorama no se modifica cuando nos referimos al individuo que aspira a estar bien informado, por lo cual cuenta con lecturas apreciables y aborrece los devaneos causados por las trivialidades. Esas pretensiones han sido relegadas; la faena que recuesta su materialización discuerda con las flexibilidades de una época favorable a los cenutrios. Todo ha contribuido a que se agudice la decadencia, ofreciéndosenos un cuadro en donde las aficiones intelectuales son excluidas del sistema querido por el resto de los ciudadanos. Esas actividades son reputadas como rarezas que no merecen tutelaje; a lo sumo, desde el sector público o privado, se prometen migajas para estimular su perpetración. Debido a esto, preocuparse por las secuelas de la insipiencia es una manía que podría desaparecer. En consecuencia, denunciar esta clase de bestialidades es entendido como una expresión de ranciedad oligárquica, un acto retrógrado, absurdo en demasía. Proclamar la supremacía de alguien que se dedica a esos menesteres malquistos se juzga inútil. Subyugados por las banalidades y convencidos de que ninguna jerarquización es positiva, los ignaros postulan el rechazo al reconocimiento del genio instruido. La fascinación es despertada por un tipo de humano diferente, uno que no muestre ninguna conexión con las artes, incluso ramplón a carta cabal.

El desconocimiento voluntario de ciencias, letras o noticias es pavoroso. No podernos refutar que el vicio es alimentado por muchos hogares. La gran importancia dada al propósito de tener riqueza material, por cuanto lo anterior sería irrelevante, resulta ser un común denominador. Se alienta la práctica de variadas costumbres, pero es insólito apoyar una labor poco gananciosa. Es que, habiéndose convertido el lucro en la medida de todas las cosas, si algo no sirve para medrar, a mayor o menor escala, debe ser desechado. Esto, que suele plantearse como una exigencia de la vida práctica, evidencia un problema severísimo. Porque la crítica no reside, al menos de manera exclusiva, en priorizar las tareas que son rentables; su base principal es el desprecio a los otros quehaceres. Parece atinado aseverar que, según ese parecer, cultivar el alma es una irremisible pérdida de tiempo. Atendiendo esta concepción, las humanidades no tienen ningún provecho, por lo que sus tributarios son resistidos hasta en los círculos primarios. En cambio, el que debe recibir una bienvenida triunfal, apoteósica, festiva es quien, aunque apenas alfabeto, consiguió acumular un patrimonio gigantesco. Éste es el único tesoro que interesa. Es intrascendente si la fortuna tiene un origen contrario a las leyes o una biografía que pueda deslustrar, en términos morales, al potentado. La regla es que lo paradigmático sea creado de acuerdo con el fin alcanzado, prescindiendo del examen sobre las tácticas empleadas para obtenerlo. Cabe lamentar que son mínimos los esfuerzos hechos por centros de educación para cambiar esa mentalidad. La resistencia a esta ominosa tiranía se ha consolidado como una gesta individual.

Debemos dejar de pensar que la ignorancia no es un vicio. Ser ilustrado, vale decir, tener conocimientos acerca de materias que importan al hombre y su entorno, es un objetivo benemérito. Impugno que todas las discriminaciones sean indeseables, pues aquéllas basadas en la cultura del individuo tienen todavía mi estima. Si bien las personas pueden tener una formación adecuada, por resultado del esfuerzo que cada una ponga, la mayoría escoge perseguir otros fines. Así, prefiriendo libremente el desdén por las cuestiones culturales, no se puede alegar superioridad. Quien incide en esa postura ha emprendido un camino que no permite distinguirlo de criaturas inferiores, animales guiados por la única satisfacción del instinto. Sin duda, consentir esta ordinariez implica posibilitar estropicios en varios terrenos. No estoy aludiendo sólo a una tendencia que perturbe las exquisiteces de unos cuantos mortales; esta excrecencia produce asimismo sus secuelas en relación con la vida pública. De esta manera, el problema traspone los límites del ámbito personal hasta llegar a tener poderes suficientes para regir la existencia de más hombres. En efecto, un sinnúmero de comunidades han sufrido por contar con gobernantes bárbaros, enemigos del progreso intelectual, renitentes a cualquier meditación que no viabilice sus tropelías. Sojuzgar a iletrados continúa siendo menos complejo que someter al individuo capaz de hablar y pensar con coherencia. Ello hace que la consideración del tema de marras se vuelva obligatoria. Desdeñar su valía, comportando una impresionante crecida de futesas, aceptando como ineluctable la propagación del consumo acrítico, gregario, vulgar es dar nuestra conformidad con un escenario detestable. Una clásica noción de dignidad torna necesario reprobar esta insania. Por último, al oponerse a la hegemonía de las sandeces, uno se prepara también para ser un ciudadano estimable.

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Nota pictórica. Galileo ante el Santo Oficio es una creación de Joseph-Nicolas Robert-Fleury (1797-1890).


Comentarios

H.R.A. ha dicho que…
"Ilustre mago, ¿le gusta el escándalo? A mí también!", refiere M.B.G. que Franz Tamayo impelía a don Tomás Manuel Elío en unos escritos, ya, pretéritos. Una polémica así, hoy, tornaríase como "impiedad", según es contemporaneidad esas lides no existen, ¡menos en el parlamento!; donde la decadencia tiene su representación irrefutable.
Entonces, el fenómeno descubridor de la filosofía; no es meramente fantástico. Un bosquejo de la decadencia, "es" acto noble. Empero, como ella manifiéstase en lo sendo, tiene el carácter de "otra vez".
Respecto de la cultura -individual-, de la filosofía como facticidad, ocupación; un término predilecto en mí creo fuerza: Radical.
Un vasto saludo, Enrique.

Henry Rios Alborta.
Anónimo ha dicho que…
Hola Enrique!! Me gustò este Blog!! Saludos desde Ecuador...
Carolina Mendoza Bruckner

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