
Karl Loewenstein apuntó que naciones como Rusia y China son propensas a incidir en experiencias totalitarias. La Historia facilita el robustecimiento del criterio que, con quemante franqueza, lanzó dicho autor. Uno colige que las sociedades de aquellos países se subordinan apaciblemente a los regímenes autoritarios; por tanto, la democracia les llega como algo excepcional, ajeno, descartable. Las certezas de la servidumbre son preferidas al azar individualista, propio de los Estados liberales. Recuerdo que, al caracterizar esa clase de culturas, José Ignacio García Hamilton escribía: «…conjunto de creencias, sentimientos, ideas, opiniones, esperanzas y actitudes que hacen posible la aceptación de tutelajes y la renuncia al autogobierno, situaciones que a menudo conducen, no solamente a negar los derechos de minorías, sino también a ejercer sobre ellas la crueldad y el genocidio».
Una exquisitez denominada «doctrina de la soberanía limitada» posibilitó que fuerzas soviéticas, búlgaras, húngaras, polacas y de Alemania del Este fustigaran a los sujetos que resolvieron desplazarse por un camino coherente con la naturaleza humana, una ruta moldeada para regodeo de la libertad individual. Esto acaeció cuando el Pacto de Varsovia se activó contra Checoslovaquia, potencia que había cometido una insoportable osadía: alejarse del catecismo comunista, empezando una liberalización que demostraba tácitamente la inepcia de los postulados marxistas. Era 1968, año relevante, no por las bravatas del estudiantado francés, sino porque una primaveral Praga confirmó las vilezas aparecidas en Hungría. El Kremlin no celebraba obedecimientos heterodoxos, por lo que las reformas de Alexander Dubcek terminaron siendo desterradas; en cuanto a los perpetradores del cambio, éstos fueron adoctrinados de nuevo, es decir, emasculados. La brutalidad restableció el igualamiento de los países aherrojados a una hoz y un martillo: el socialismo permaneció, hasta su defunción, con rostro inhumano.
En Moscú, la tolerancia brota cuando las debilidades financieras no dejan otra opción. Sus reglas se consienten a pesar de que inveterados convencimientos requieren otra singladura. Así, cuatro décadas después del suceso praguense, la Federación de Rusia invade Georgia y se proclama garante del Cáucaso. El quebrantador de la paz internacional pretexta un genocidio que socavaría a quienes, desde Osetia del Sur, se proponen ampliar el territorio ruso; además, la lucha contra esa insurrección descorazonaría a los abjasios que persiguen idéntico fin. Es enigmático que, habiendo esta laudatoria del derecho a la libre determinación de los pueblos, Chechenia continúe recibiendo varapalos por su ansiosa emancipación política. Conforme a Vladímir Putin y Dimitri Medvédev, la desintegración es encomiable únicamente si les favorece; posturas adversas son penalizadas, aun voceadas ante organismos multilaterales.
La parsimonia o indiferentismo de Occidente causa, otra vez, problemas a los que apoyan su perspectiva global. Por muchos días, he leído a columnistas europeos y estadounidenses que piden sanciones contra Rusia. Empero, al margen de algunos discursos altisonantes, los gobiernos del Primer Mundo obviaron esas peticiones, quizá para limar crisis petroleras. Es oportuno acentuar que Georgia y Ucrania no fueron admitidas todavía en la OTAN, ente capaz de resguardarlas del hostigamiento ruso. Asimismo, el grupo de los ocho países más industrializados del planeta ha probado ser, primero que todo, una cámara plurinacional. Por último, en lo referente a la ONU, cualquier descalificación resulta perogrullesca. Debido a ello, la reacción no me sorprende: Praga sufrió también por esta combinación de cobardía, desdén y cálculo comercial. Nuevamente, la defensa de principios queda condicionada al beneficio que conlleve para sus ejecutores.
Nota fotográfica. La imagen fue tomada en 1968, durante la invasión de Praga, y le pertenece a Reuters.
Comentarios
Me parece poco ético que no mencione nada de cómo el capitalismo ha sido tan, o más, violador de las soberanías nacionales durante todo el siglo XX y, por si fuera poco, en esta primera década del XXI. Le aconsejo -mi madurez vale de algo- que no confunda ideología con fanatismo. Los liberales no son inmaculados.
Por lo demás, le felicito, ya que su generación no se destaca por la literatura, política, filosofía ni nada contrario a las banalidades. Soy profesor universitario, así que conozco bien del desalentador tema en Latinoamérica.
Espero que lea el correo y los textos de filosofía política que le adjunto. Confío en que su defensa de la Ilustración no sea ofendida con intolerancias de ninguna índole.
Atentamente,
Esteban Llanos