En fin de cuentas, la
misión del intelectual es manejar esas realidades delicadas y frágiles, que es
fácil aplastar entre los dedos o que pueden provocar una explosión.
Julián Marías
Hace algunos
días, quienes aman la libertad perdieron a un enorme intelectual que, durante varias
décadas, con sus libros y conferencias, facilitó una mejor comprensión de
nuestra realidad. Escribió mucho, desde columnas de opinión, pasando por espléndidos
ensayos, hasta narraciones de valía. Fue igualmente un hombre público, alguien
que, ante requerimientos de la prensa, se brindó para esclarecer asuntos
diversos, explotando su dimensión docente, ayudando a entender los complejos
problemas latinoamericanos. No es para nada casual que su palabra haya sido apreciada
en distintos círculos. Más aún, cualquiera que lo hubiera escuchado, con buena
fe, habría reconocido su sensatez. Así, al ya no contar con Carlos Alberto
Montaner, nacido en Cuba el año 1943, queda un penoso vacío; empero, tenemos
sus enseñanzas. Destaco tres, las que se relacionan con los conceptos de
autocrítica, tolerancia e integridad.
Si
bien lo leí por primera vez hace un par de décadas, conocí a Montaner en 2018.
Fue en República Dominicana y se trató de una experiencia tan grata cuanto
memorable. Toparse con alguien a quien uno admira es siempre significativo, pero
se vuelve más ameno cuando, como pasó aquella vez, el autor es una persona del
todo cordial. Ahora bien, haber formado parte de su auditorio me resultó
aleccionador. Sucede que, en aquella ocasión, para sorpresa de varios, él criticó
juicios lanzados contra Keynes. Señaló, en resumen, que los liberales nos
habíamos equivocado al atacarlo. No era nuestro enemigo. Nos dejamos llevar por
prejuicios, tergiversaciones y caricaturizaciones, provocando hasta su
desprecio. Pese a sus errores, era un autor rescatable. No podíamos caer en
tanta mezquindad o aun ceguera ideológica. Fue una lección de autocrítica.
En
2017, Montaner publicó El presidente.
Manual para electores y elegidos. En esa obra, como Maquiavelo, él brinda
consejos a quienes aspiran al ejercicio del poder. Por cierto, a diferencia de
otros intelectuales, don Carlos Alberto no creía que la política fuese
repugnante. Era algo necesario para la vida en común. El desafío estaba en cómo
mejorar su práctica. Por esta razón, escribió sobre las ideologías. Su mirada
es contraria a muchos sectarismos del presente. Es que, para él, se puede hablar
de una «familia liberal», vale decir, un conjunto en donde disímiles corrientes
tengan cabida y puedan motivar alianzas. En este sentido, excluyendo a
comunistas, fascistas, fundamentalistas y populistas, los liberales podrían
tener acuerdos con socialdemócratas, democratacristianos, conservadores y hasta
socialistas. Lo innegociable pasa por respetar la libertad, el Estado de
Derecho, la democracia. Mientras haya este consenso, una coalición es factible.
A nuestro intelectual le interesaba la integridad. En un libro de 2005, La libertad y sus enemigos, coloca esa idea entre las siete virtudes que debe tener todo buen gobernante. En sus palabras, ser íntegro tiene que ver con la coherencia entre «lo que se cree, lo que se dice y lo que se hace». Desde luego, no es algo que sea necesario sólo entre políticos. El gran reto es tener esa clase de conducta en la vida privada. Esto es lo que, precisamente, se convierte en la lección final que nos dejó. Acontece que Montaner reivindicó la eutanasia. Al igual que lo hizo Ramón Sampedro, a quien recordó en su carta póstuma, buscó la muerte. Prefirió eso a perder su identidad por culpa de una enfermedad neurodegenerativa, pues, para él, leer, escribir y hablar eran fundamentales.
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