Cualquier asunto magno lo subordinan a
sus preocupaciones inmediatas.
Alcides
Arguedas
Hay libros que tienen títulos impactantemente
imperecederos. No importa que hayan sido concebidos hace años o hasta decenios;
toparnos con su portada, leer esas palabras que resumirían el contenido, más
aún cuando éste resulta crítico, puede invitarnos a consumar una reflexión provechosa.
Ocurre que, si lo cuestionado entonces no ha variado, puede ser por el hecho de
haber despreciado las ideas que albergan esas obras. Pienso en esto mientras
tengo entre las manos un controvertido volumen que fue publicado el año 1973: La educación como forma de suicidio nacional,
del siempre lúcido Mariano Baptista Gumucio. Su autor sostuvo allí que la principal
razón del atraso de Bolivia es un sistema educativo estéril, ineficiente y demasiado
oneroso. Se observaban falencias en recursos humanos, materiales, financieros.
Había ya mucho por hacer; medio siglo después, los males persisten.
No
es una problemática que pueda considerarse insignificante. Sin embargo, las atenciones
que se brindan al respecto no reflejan auténtico deseo de resolverla. No niego
que, en distintas épocas, regímenes de diversa orientación ideológica se
decantaron por pregonar planes, reformas y hasta revoluciones; supuestamente,
con esos cambios, nuestra situación sería del todo grata. La verdad es que, sin
importar el Gobierno, ninguna de las grandes transformaciones en ese campo fue
consumada según lo anunciado por sus autoridades. Podemos pensar, por ejemplo,
en políticas de los liberales, a inicios del siglo XX, al igual que medidas del
Movimiento Nacionalista Revolucionario y, durante las últimas décadas, el
proceso impulsado por el Movimiento Al Socialismo. Nada de lo hecho por el
Estado fue sobresaliente. El sector privado nos ha salvado apenas de la
catástrofe. Pero no aludo sólo a la negligencia y corrupción fiscales.
Pasa
que, cuando se procuró un cambio de mayor profundidad, fue para favorecer al
régimen. No era que, como enseñaba Platón, se buscaba la formación de buenos
ciudadanos; lo pretendido tenía otro fin: esos gobernantes anhelaban súbditos. Sus
planes giraban en torno a imponer e impartir creencias que justificasen la
conquista y conservación del poder. Según este razonamiento, el sistema
educativo equivale a un instrumento al cual se recurre para tergiversar la
historia, despreciando o suprimiendo informaciones que nieguen las supuestas
virtudes del Gobierno. No interesa lo grosera que resulte su manera de
proceder. Sin ningún tipo de vergüenza, puesto que lo suyo es el descaro, reinterpretan
hechos mientras sus víctimas están con vida. Fijan la enseñanza de otra versión
del reciente pasado. Temen a la verdad porque su base radica en el engaño
mayoritario.
Si se acometiese un verdadero avance, nuestros tiempos exigirían el enfrentamiento de temas que afectan a diversos países. Me refiero al dogmático y perjudicial rechazo a la ciencia que impregna programas del régimen educativo. Acontece que, durante estos años, al margen del adoctrinamiento político, se ha insistido en la inclinación a favor de pseudociencias, supersticiones, mitos precolombinos, etc. Nada favorable surge por esa vía, pues la solución de muchos problemas ha sido frustrada, precisamente, por el distanciamiento del conocimiento que podríamos entender como verdadero. Además, el educar para conocer y apreciar la ciencia, tal como pasa con el pensamiento filosófico, contribuye a tener hombres que valoren su libertad, lo cual nunca será irrelevante. Noble objeto que no fue perseguido como cabe.
Comentarios