El oficio del intelectual es destruir la apariencia de las cosas, negar las
certezas, socavar los mitos, es decir, romper todas aquellas convenciones que
permiten vivir al otro sin excesivos conflictos. En suma, el intelectual es el
aguafiestas, el que pone fin al idilio que el otro está siempre esperando vivir.
José Lasaga Medina
Al reflexionar sobre su agnosticismo, Juan José Sebreli destaca cómo la vida y las
muchas lecturas lo convirtieron en un librepensador. Desde sus primeros tiempos
intelectuales, sostiene posiciones sin recurrir a ningún gremio, escuela,
corriente o discipulado que lo defienda. Ha escrito en representación de sí
mismo, lo cual jamás será desdeñable. Su mérito es mayor cuando recordamos que
ha embestido contra mitos populares, desde Gardel hasta Maradona, además de
criticar el peronismo, los relativismos, las vanguardias estéticas, entre otros
asuntos. Huelga decir que, para varios de sus compatriotas argentinos, lo
pensado por él resulta incómodo. Así, para presentarlo, podemos usar la palabra
que dio título a un programa televisivo que tuvo con Marcelo Gioffré:
aguafiestas. No se trata de un demérito, sino todo lo contrario. Es que, sin
importar el país, urgen voces disonantes.
Salvando diferencias, si se pidiera la identificación de
un aguafiestas boliviano, alguien dispuesto a cuestionar prácticas,
valoraciones, prejuicios y tendencias populares, con seguridad, no sería
difícil hacerlo: H. C. F. Mansilla. Efectivamente,
desde su primer libro, lanzado hace más de 50 años, ha persistido en el
ejercicio del razonamiento crítico. Ha dejado constancia de su disconformidad
en múltiples áreas. Los servicios públicos, la justicia, el desempeño de
policías, las afectaciones al medio ambiente, los laberintos burocráticos, al
igual que una invariable politiquería, entre otros temas, lo movieron a la
reflexión. No fueron quejas caprichosas, exentas del rigor que debe darse a
observaciones para ser verosímiles; sus refutaciones se han distinguido siempre
por su jerarquía e imparcialidad: todos han sido criticados.
Por su época de formación universitaria —década del 60, siglo
XX—, lo más razonable habría sido tener militancia izquierdista. Era la regla
entre intelectuales de Latinoamérica, llegándose a desear una fórmula que
combine libros con fusiles, tal como lo hizo Debray. Pero Mansilla no fue seducido
por la dictadura del proletariado y los ataques al Imperio. En distintas obras,
dejó constancia de sus objeciones al respecto. Mientras, por ejemplo, había
autores, incluyendo a Mario Vargas Llosa, que respaldaban al castrismo, él
nunca se sumó al desatino de apoyarlo, pues, desde Sierra Maestra, existían razones válidas para criticar esa línea. No ha sido marxista, leninista,
estalinista, trotskista, maoísta, etc. A propósito, en Bolivia, cuestionó a
Fausto Reinaga y René Zavaleta, o sea, dos vacas sagradas de quienes abominan
del capitalismo por estos lares.
Con todo, la incomodidad que sus textos ocasionan no se
agota en círculos afines al socialismo. Revisando sus escritos, encontramos cuestionamientos
a quienes tendrían una postura diferente, de derecha. De este modo, con la
misma solvencia, ha criticado al empresariado y sus prácticas mercantilistas,
así como también los vicios de partidos políticos que, aunque se presenten como
demócratas, lo son sólo superficialmente. No es apologista de la industrialización,
razonando sobre problemas ecológicos cuando el tema causaba escaso interés. Nada
de hacer la venia a las élites actuales. Es más, tuvo hasta la gallardía de reivindicar
virtudes aristocráticas en tiempos nada propicios para el efecto. Lo ha hecho,
como muchas otras intervenciones suyas, porque no le interesa entretener a las
mayorías, secundarlas, sino ser leal a sí mismo. Esperemos que un largo futuro sea
todavía testigo de su oficio.
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