Que no me pongan en el mismo rango esas
otras amistades convencionales; tengo de ellas tanto conocimiento como
cualquiera, y aun de las más perfectas en su género, mas a nadie aconsejo que
confunda las reglas de ambas: se equivocaría.
Montaigne
Tengo en mis manos un voluminoso libro,
tapa dura, que cuenta con más de 1.600 páginas. Alberga lo escrito por Adolfo
Bioy Casares, en sus diarios, sobre Jorge Luis Borges. Se podría decir que es
la obra de un colega, cómplice, pero también, tal vez, ante todo, amigo. Es
verdad, al revisar su contenido, nos topamos con trascripciones que acreditan la
lucidez y el incomparable talento del autor de Ficciones. Se deja igualmente constancia de su memoria, a menudo
valorada, con justicia, por quienes lo conocieron. Hay frases ingeniosas que
llevan el signo de lo literario. La filosofía, por otro lado, deja sentir su
impronta, pues formaba parte de las dichas borgesianas. Leen juntos, traducen,
inventan, incluso atacan al prójimo. Las últimas anotaciones son de pesar. Bioy
se queja del trato dado a Borges por su esposa, María Kodama. Fuera de los
placeres conectados con la literatura, había el afecto personal.
Si bien hubo una
significativa diferencia de edad, quince años, la relación entre Borges y Bioy
no fue jerárquica. No teníamos al maestro con su cercano discípulo. Sin
embargo, como se sabe, tampoco es que una situación así vuelva imposible un
vínculo de amistad. Pienso en el magnífico lazo que Julián Marías tuvo con
Ortega y Gasset. Este último fue su profesor universitario, destacando como
pocos, marcando a estudiantes, colegas, lectores. Mas la relación no se agotó
en el campus; colaboraron en varios proyectos culturales. Juntos, impulsados
por valiosas inquietudes, fundaron el Instituto de Humanidades. Se trató de una
organización que, mediante conferencias, coloquios y cursos, apostaba por
invitar a pensar. Para enseñar, se tenía a las universidades. En este sentido,
cabe realzar la trascendencia del consabido lazo para su sociedad.
Aun
cuando el aporte a la elevación cultural de los ciudadanos sea importante, las
amistades entre intelectuales pueden ser, en ocasiones, apreciadas por otros
motivos. Hubo quienes, durante la ocupación nazi de Francia, combinaron plumas
con fusiles, resistiendo, luchando para que tal infamia terminara. Me acuerdo
de Sartre y Raymond Aron. Pasa que, así como charlaron sobre fenomenología,
maravillándose de Husserl, coincidieron en el rechazo a esa situación
oprobiosa. Años antes, la Guerra Civil de España llevó a otros intelectuales al
combate. Lo hicieron por sus ideales, aunque también concordaban con amigos al
respecto. Si el joven Octavio Paz viajó entonces para participar en un
encuentro de escritores antifascistas, lo hizo junto con su amigo Carlos
Pellicer. A su repudio por el fascismo, ya en ultramar, se sumará la amistad de
Alberti, Neruda y otros literatos.
Pero, como pasa con cualquiera, ese afecto puede terminar. No importa que se trate de grandes pensadores o magistrales novelistas. Sartre, verbigracia, fue alguien que rompió con más de un amigo. Le sucedió con Albert Camus, a quien había estimado mucho; empero, no soportó que, en El hombre rebelde, se cuestionara la justificación del asesinato político. No interesaban las noches de bailes, alcohol, tabaco y abundante literatura; la ideología los separó. El fundador del existencialismo ateo se distanció asimismo de Merleau-Ponty, pese a distintos proyectos que llevaron en conjunto. Por último, ya en lo literario, cierro con una ruptura que incluyó un puñetazo de Mario Vargas Llosa a García Márquez: aunque fueron muy amigos, temas personales provocaron ese final. No hay que divinizarlos; cualquiera puede ceder al impulso de la irracionalidad.
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