Esto es lo que hace que la constitución de un Estado y la debida
distribución de sus poderes sea un asunto que requiere la más delicada y
complicada destreza; se requiere un conocimiento profundo de la naturaleza
humana y de las necesidades humanas, así como de las cosas que facilitan u
obstruyen los varios fines que deben ser buscados por el mecanismo de las
instituciones civiles.
Edmund Burke
La primera Constitución moderna pertenece a Estados Unidos. Establecida en
1787, dentro del gran Siglo de las Luces, nos acompaña todavía, aunque teniendo
ya varias enmiendas. La idea fue tan significativa que resultó replicada por
muchos, incontables países, incluyendo aquéllos cuyos actuales regímenes
sienten alergia por esa notable república norteamericana. En suma, un texto
como ése buscaba la organización fundamental de una sociedad. Así, nos topamos
con instituciones, pero también límites al ejercicio del poder, atribuciones,
derechos, garantías. Tal ha sido su relevancia que, en 1803, un destacado juez,
John Marshall, formuló el principio de supremacía constitucional. Todos,
administrados o gobernantes, debíamos someternos a sus dictados, principios y
valores. Una convivencia civilizada, por supuesto, dependería del hecho de
respetar ese orden.
En algún momento, sin embargo, esa lógica de carácter
constitucional varió, suscitando debates y, más aún, corrientes que han sido
contraproducentes. Efectivamente, lejos de aportar a una meritoria tradición
teórica, la perturban con innegable peligrosidad. La situación ha sido expuesta
por Jorge Asbun en Constitucionalismo
popular y neoconstitucionalismo latinoamericano, obra donde ambas posturas
son objeto de solvente crítica. Destaco que dicho autor no se limita al
lenguaje descriptivo, pues valora, cuestiona, juzga. Lo hizo cuando publicó su
primer libro, Formas de gobierno en
América Latina (1991), cuyas páginas contienen claras objeciones al
presidencialismo. De modo que, una vez más, el académico deja sentada su
posición frente a quienes reivindican ideas harto discutibles.
El constitucionalismo popular es la primera
perversión. Su tono demagógico resulta evidente. Conforme a esta perspectiva,
propugnada por Larry D. Kramer y otros, hay un solo intérprete definitivo de la
Constitución: el pueblo. Pero éste no se manifestaría mediante vías
institucionales. No, su entendimiento de aquella norma se materializaría en
marchas, protestas y toda otra forma que, supuestamente, posibilitaría su
expresión. Pensemos en gente que no tiene la más mínima noción de un sistema
constitucional; incluso así, por movilizarse, tendrían juicios superiores. No
se discute que, sin la voluntad del pueblo, no habría Estado ni, por ende,
Constitución; empero, tras su creación, cabe apostar por las instituciones y
representantes correspondientes. Si pensamos en un sistema razonable, un
ejercicio directo de la soberanía es hoy tan impracticable cuanto absurdo.
La otra propuesta que motiva críticas es el
neoconstitucionalismo latinoamericano. Se plantea que las normas
constitucionales deberían servir para el cambio social. No aludo a cualquier
modificación de la vida en común; hay aquí una manifiesta carga ideológica. Si
uno revisa lo dicho por sus exponentes y, además, aquello que se ha plasmado en
varios textos constitucionales, notará una serie de creencias contrarias al
liberalismo. Venezuela, Ecuador y Bolivia, fundamentalmente, ofrecen un
panorama en el cual la Constitución es una suerte de panfleto contra sociedades
abiertas. Sus constituyentes no promueven la salvaguarda del individuo, su
propiedad y libertades políticas. Peor todavía, pretextando una busca de
justicia, robustecen al Gobierno. Su idea de Constitución no es ampliar la
libertad y limitar el poder del gobernante; pretenden, como puede pasar en
Chile, utilizar ese articulado para concretar perjudiciales y hasta criminales
ocurrencias políticas.
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