No es necesario ser hegeliano para afirmar que las sociedades humanas se transforman porque los hombres se niegan a aceptar su situación, sea ella la que fuere.
Raymond Aron
En 2025, Bolivia cumplirá dos siglos de vida independiente. Tras revisar cualquier indicador más o menos serio, advertimos su mala situación. Pese a los discursos del oficialismo, su economía es insignificante en el concierto internacional. No importa la irritación que produzca; este país no ha dejado de ser pobre, aun miserable. Si cambiamos el enfoque, pasando a la política, las críticas son históricas. La falta de una cultura democrática, en donde coincidan gobernantes y administrados, ciudadanos todos, continúa siendo una tarea pendiente. Finalmente, para no seguir con una interminable numeración, tenemos el problema de la educación. Porque no es parte de una conspiración mundial que, sin importar su grado, los estudiantes no sobresalgan como norma general. Sí, hay excepciones; empero, preocupa la regla.
En 2019, Oscar Olmedo Llanos publicó una obra que explica
un problema histórico. A lo largo de sus páginas, el lector se percata del mal
que, desde sus inicios, afecta al país, usándolo como título: El estatismo. En efecto, diferentes
generaciones de bolivianos optaron por esa creencia. Según ellos, el Estado
debe intervenir para resolver problemas varios, no sólo sociales o públicos,
sino también privados. Desde el siglo XIX hasta ahora, los estatistas dejaron
su huella en partidos, regímenes, movimientos sociales y hasta grupos cívicos.
Sea como burócratas, rentistas o empresarios amigos de las licitaciones
anómalas, el común denominador es apostar por ese monstruo administrativo para
lidiar con distintos inconvenientes.
El nacionalismo es otro elemento que cabe tener
presente. Se ha colocado a la nación, vale decir, una ficción, por encima del
individuo. El Estado no se habría creado para velar por los derechos
individuales, sino con el propósito de favorecer a esa entidad, justificándose
incluso el sacrificio humano. Las derivaciones que ha tenido son tan funestas
cuanto recurrentes: nacionalizaciones, proteccionismos, regionalismos y tribalismos
étnicos. En lugar de tener una sociedad abierta, donde haya bases racionales e
indiferencia frente a los accidentes relacionados con la piel y el folklore, se
nos muestra un escenario antitético. No es casual que los partidos políticos
hayan observado esta línea, llegando a plantearse una revolución en nombre de
la nación; no a favor de los hombres ni, menos aún, para la libertad.
Los liberales gobernaron este país desde 1899 hasta 1920; su programa, de 1883, tenía una clara e irrepetible, por desgracia, orientación ideológica. Un veranillo en 200 años. Destaco que, desde Falange Socialista Boliviana (Únzaga reivindicaba el totalitarismo), pasando por el MNR (con su sombría revolución), siguiendo con ADN (fuerza de índole conservadora), MIR (corrupción en socialdemocracia), arribando al MAS (mayor absurdo socialista), entre otros, se ofrecieron proyectos contrarios a la libertad, exceptuando pocas medidas. Si alguien leyera Documentos políticos de Bolivia, buen trabajo compilatorio del trotskista Lora, notaría cuán potente resulta esta tradición. Es una patología que, aunque fueron anticomunistas, incluye a Barrientos y Banzer. Por cierto, hablando de militares al poder, como era previsible, ninguno contribuyó a cambiar profundamente esta situación. Además de dictadores (Busch), fueron demagogos (Torres), populistas (Belzu), iliberales. Coinciden con políticos de nuestros días, gente que, aunque parezca increíble, es reacia a patrocinar los exitosos postulados del liberalismo. Urge cambiar.
Nota pictórica. Bailarinas derviches es una obra que pertenece a Bill Jacklin (1943).
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