Cuando la prensa tiene derecho para decirlo
todo, es necesario que los hombres a quienes instruye tengan talento para
discernirlo todo.
Michel
Chasles
Hay autores que, pese a
tener varias obras, son asociados con un solo libro. Es tal la importancia de
sus páginas que todo lo demás termina ensombrecido. Podríamos pensar en
Cervantes, por supuesto, ya que, para muchos, leerlo implica únicamente haber
accedido al Quijote. Otro ejemplo que
me interesa se presenta con John Milton. Sucede que este poeta, cuyo nombre no
resulta sino ineludible al hablar de literatura universal, se encuentra marcado
por Paraíso perdido. Es el libro que
le confirió inmortalidad en la compleja república de las letras. Sin embargo,
si relegáramos sus otras composiciones, nos perderíamos de una que tiene un
provecho mayúsculo: Areopagítica. Escritos
en 1644, sus párrafos defienden la libertad de prensa, reivindicándola frente a
los ataques del poder. Así, aunque no cuente con la belleza de sus poemas,
formula ideas que son todavía dignas del respaldo.
Milton no ha sido la única
persona que reflexionó al respecto. Tenemos a filósofos que llevaron adelante
una labor similar, amparando la libertad y, por ende, rechazando vetos,
persecuciones, encarcelamientos para guardar silencio. John Stuart Mill es uno
de los nombres que se pueden citar para evidenciar ese compromiso. Pero no
pensemos en cruzadas que se alimentaron por conceptos y teorizaciones
significativas. En muchos casos, la propia vida ha exigido ese posicionamiento.
Pasa que, cuando un censor tenía la posibilidad de recurrir al castigo para
ejercer su oficio, cualquier intelectual disconforme podía resultar
damnificado. Son varios los filósofos que, como Camus u Ortega y Gasset,
ocuparon columnas de diarios para expresar sus juicios. De modo que, si
perturbaban la circulación del medio, terminaban afectando su ejercicio del
razonamiento.
Pero, como suele ocurrir,
las opiniones sobre la prensa y el oficio periodístico, entre otros aspectos,
no han tenido sólo apologistas. En el terreno del pensamiento, nos topamos con voces
que, lejos de alabar, optan por la crítica. En efecto, filósofos como Sartori
se han ocupado de cuestionar las frivolidades ofrecidas por esas vías. Porque,
paulatinamente, con el avance de los medios masivos, la profundidad ha perdido margen
frente a lo trivial, las banalidades. Peor todavía, la preferencia por espacios
que nos liberan del mayor esfuerzo intelectual ya es la regla. A lo liviano,
con seguridad, para fines críticos, debe sumarse un fenómeno tan repudiable
como el del sensacionalismo. Se nos ofrece un espectáculo de la peor calaña en distintos
formatos, desde la televisión hasta Internet. Si nos limitamos a considerar la
información, cabe anotar que ésta no se libra del error, los engaños, las
manipulaciones.
Nunca será inútil que patrocinemos las
libertades de pensamiento, expresión, información, prensa; empero, conviene también
reconocer sus falencias, vicios y perversiones. Suponer, verbigracia, que todos
los medios buscan la verdad es de una peligrosa ingenuidad. Para estar bien
informado, el ciudadano debe partir de una premisa según la cual todo tiene que
ser sometido a examen crítico. No me escudo en el relativismo; al contrario, tengo
la convicción de que podemos saber cuándo algo es falso. El punto es que
hacerlo resulta complejo. Creer que un solo medio nos puede conducir al deseado
puerto en donde la realidad más objetiva sea descubierta, sin importar sus
connotaciones, no parece recomendable. Lo sensato es celebrar su existencia
plural para que, partiendo de sus fuentes, cada uno use la razón en sentido
crítico.
Nota pictórica. El retrato es una obra que pertenece a Mervin Jules (1912-1944).
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