La oposición a la razón es, por definición, poco razonable.
Pero eso no ha impedido que un montón de irracionalistas prefieran el corazón a
la cabeza, el sistema límbico a la corteza cerebral, el parpadeo al pensamiento…
Steven Pinker
Para ese gran filósofo que fue Giambattista Vico, las
naciones pueden avanzar o retroceder. No habría ninguna ley gracias a la cual
nuestro progreso fuese tan seguro cuanto irreversible. Así, revisando el
pasado, se puede llevar a cabo una serie de comparaciones, concluyendo que
estamos mejor o, caso contrario, peor. Naturalmente, para realizar un ejercicio
como éste, resulta necesario quedarnos con un criterio que sirva a fin de
consumar esa valoración. Conforme a esta línea, uno puede pensar en la razón, ya
que su empleo, cuando es más o menos correcto, contribuye al mejoramiento del
presente. Volvernos racionales, reflexionar con cierto rigor, por ende, se transforma
en evidencia de un adelanto que no cabe desdeñar. Es un tránsito decisivo para
el abandono de la barbarie.
El paso del mito, de las explicaciones
fantásticas, entre otras ocurrencias, al pensamiento que demanda concentración
para su elaboración, considerando hechos y buscando verdades, no es
irrelevante. Hablo de un proceso que, iniciado en el mundo antiguo, encuentra
su esplendor merced a la modernidad. Al respecto, conviene recordar a
individuos como Voltaire y Diderot, pensadores que embistieron contra supersticiones,
dogmatismos, absolutismos. La razón fue una guía que orientó sus críticas,
ayudando al semejante a pensar por su propia cuenta. Además, esa clase de
actitud posibilitó que nuestro conocimiento del mundo fuese distinto,
resultando favorecido con la ciencia. En este sentido, si ha habido evolución,
ello puede ser advertido por el razonamiento y conocimiento científico.
Ciertamente, más allá de lo deparado por otros ámbitos, como la moral, en donde
también corresponde reconocer avances, debe haber gratitud hacia los
científicos.
Lo sensato sería que nos topáramos con muchas
personas, incluso auténticas multitudes, dispuestas a reconocer cuán necesario
es distanciarnos del irracionalismo. Por supuesto, un fenómeno como éste
implicaría que, de manera significativa, se elevara el nivel cultural de la
gente; en pocas palabras, me refiero a una utopía. Sin embargo, aun cuando no
fuesen todos, podríamos imaginarnos una sociedad en la que un número relevante
de sus integrantes se decantara por apoyar esa causa. De modo que, convencidos
del valor de la ciencia y el pensamiento filosófico, crítico e independiente,
esos mortales se enfrentarían a magos, brujos, charlatanes. La desgracia es
que, durante los últimos tiempos, existe un escenario crecientemente adverso.
Las voces en defensa de la razón suelen ser menospreciadas por quienes
prefieren soluciones inmediatas a problemas harto complejos.
Es
innegable que la pandemia del presente ha estado marcada por el irracionalismo.
Desde el inicio de la crisis hasta hoy, con seguridad, hallamos a personas que
desconfían del conocimiento científico, rindiéndose ante curas milagrosas, teorías
conspirativas, etcétera. Mas esto no es lo peor, pues, a fin de cuentas, hay varios
sujetos incultos e incorregibles. El principal problema es la pretensión de
hacer pasar por ciencia lo que no es tal. Es lo que ha ocurrido con quienes,
sin ninguna rigurosidad, apelan a testimonios y supuestas evidencias menores
para demostrar cuán infalible resulta su receta. Desde luego, si se les pide
aclaraciones metodológicas, sostienen que no hay tiempo para estas
exquisiteces, pues cabe actuar sin demora. Pasan, por tanto, a promover un
tratamiento que, sin exámenes previos, puede conducir a la muerte. La sinrazón
está de fiesta en medio del pesar.
Nota pictórica. Ven a las arenas
amarillas es una obra que pertenece a Richard Dadd (1817-1886).
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