Estamos encerrados
en nuestra propia biografía; la persona es su propio marco. No obstante, dentro
de este marco las variaciones son perfectamente posibles.
Richard
David Precht
La madurez implica
que los individuos asuman las consecuencias de sus decisiones. Partimos de una
premisa según la cual somos libres; por ende, no estamos condenados a obrar
conforme al dictado del prójimo. No desconozco de diferentes factores que
pueden afectar nuestra soberanía. Pasa que, en el transcurso de la existencia,
encontramos situaciones en donde no parecería tener cabida el libre albedrío.
Así, debido a diversos elementos, tanto internos como externos, la capacidad de
tomar determinaciones por sí mismo resultaría menoscabada. Incluso el cerebro,
de acuerdo con la neurociencia, se convertiría en un obstáculo para sostener
que somos autónomos, a carta cabal, cuando elegimos entre las distintas alternativas
ofrecidas por este mundo. Con todo, aun cuando reconozcamos la importancia de
las circunstancias que nos rodean, cabe reivindicar el libre albedrío, aunque,
en especial, desde una perspectiva ética. A fin de cuentas, sin libertad, no
habría ninguna moralidad.
En
política, sin embargo, la historia nos regala cuantiosos ejemplos de inmadurez.
Gente que no afronta los efectos provocados por su propio actuar, sea mintiendo
o huyendo, ha tenido presencia en todas las épocas. Mas, si se trata de brindar
una muestra significativa, debemos pensar en Adolf Eichmann. Como es sabido,
fue un funcionario del régimen nazi que, merced al trabajo administrativo,
contribuyó a la eliminación de innumerables personas. Se ocupó de hacer
efectiva la maquinaria que alimentase los campos de concentración, debiendo
cargar con abundantes víctimas sobre sus hombros. Empero, cuando se lo sometió
a juicio, cuyo desarrollo fue analizado por Hannah Arendt, su defensa fue
invariable: solamente cumplía órdenes. En su criterio, como subordinado, no le
correspondía reflexionar sobre la justicia de un mandato ni, menos aún,
oponerse a su ejecución. Por suerte, su alegato fue desechado, siendo condenado
a muerte.
Al
caer el régimen de Morales Ayma, recordar a Eichmann se volvió inevitable.
Ocurre que, con el paso del tiempo, sujetos que prestaron sus servicios al
anterior Gobierno se decantaron por denunciar irregularidades. En efecto,
mediante cartas y otros medios, esos empleados revelaron que fueron obligados a
participar en mítines, marchar, bloquear, apoyar al proceso de cambio. Desde su
óptica, por consiguiente, habrían sido víctimas que, en síntesis, merecen
nuestra indulgencia. De este modo, atendiendo a sus argumentos, tendríamos que
evitar toda condena en su contra. No importa qué hayan realizado; era sólo el
cumplimiento de órdenes impartidas por sus jefes. No podían hacer, pues, nada
frente a tales abusos. No parece la mejor forma de facilitar su exculpación.
El
problema es que las órdenes no se habrían limitado a disfrazarse de originarios
y gritar en favor del entonces oficialismo. En relevantes casos, las labores
que se pidieron consumar conllevaban la violación de los derechos
fundamentales. No eran faltas menores, ni mucho menos. Aludo a la pérdida de
libertad, el menoscabo del patrimonio, entre otros ataques que se dirigieron
contra opositores. Varios de aquellos empleados fueron quienes ayudaron a perpetrar
barbaridades. Los mandatos que cumplían no fueron innocuos; tuvieron víctimas,
algunas letales, como José María Bakovic. ¿Podían ayudarlas? Yo creo que, aunque
sea, salvo excepciones, percatándose de la injusticia, se pudo haber optado por
renunciar. ¿Que se quedaban sin trabajo? Tal vez haya sido mejor que anular su
propia conciencia moral.
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