La guía espiritual de la humanidad pertenece al pequeño número de
hombres que piensan por sí mismos, quienes primero ejercen su acción sobre el
círculo capaz de recibir y comprender el pensamiento elaborado por otros; por
este camino las ideas se extienden a las masas, donde se condensan poco a poco
para formar la opinión pública de la época.
Ludwig von
Mises
En Pensadores
temerarios, libro que se ocupa de quienes reflexionaron sin despreciar la
política, Mark Lilla parte con una observación válida: el teorema del gran
Euclides no es afectado por la forma en que trataría éste a sus sirvientes.
Pudo ser un auténtico patán, impartiendo deberes con látigos de por medio,
alimentando su condición superior sin ningún límite. Podía haber ocurrido
también lo contrario, vale decir, comportarse de tal suerte que superase al
mismo Robert Owen, célebre por la generosidad con sus trabajadores. En
cualquier caso, habría una evidente distancia, cuando no desconexión, entre sus
planteamientos de naturaleza teórica y aquellos que se relacionan con la
práctica, incluyendo los vínculos sociales. Con todo, aun los ejercicios de un
geómetra no pueden ser explicados, a cabalidad, sin las circunstancias en que
vivió quien se esforzó por concebirlos. Me refiero a condiciones de su tiempo,
espacio, pero asimismo al afecto sentido hacia otros y, obviamente, las
particularidades que tenía la sociedad en donde se encontraba. No es lo mismo
meditar en la comodidad del hogar que, por ejemplo, hacerlo mientras nos rodean
paredes y barrotes carcelarios.
Si bien la figura del intelectual se asocia, en primer
lugar, con las palabras, destacándose al escritor como ejemplo paradigmático,
nada impide a quien no trabaja fundamentalmente con letras, sino empleando
números o teoremas, cumplir ese rol. Se puede buscar un lenguaje perfecto a
través de la lógica, como, entre otros, lo pretendieron Leibniz y Frege, por
citar dos ejemplos; sin embargo, esto no significa olvidarnos del mundo
externo, peor aún de sus problemas sociales. No es sólo un tema de gustos
personales; a veces, la tarea puede ser impuesta contra nuestra voluntad. El
aislamiento no garantiza tranquilidad ni tampoco librarse de las vicisitudes
que afectan al semejante.
En algún momento, aunque nos parezca inverosímil, el
mayor silencio de nuestros despachos podría ser dinamitado por causas que, a priori, nos resultaban del todo
irrelevantes. Así, nacerá la urgencia de reflexionar sobre una realidad que ya
es insatisfactoria, hasta peligrosa, cuando no indignante. Siguiendo esta línea,
aun sintiendo gran apego por guarismos, algoritmos y fórmulas de diversa
naturaleza, podríamos levantar la mirada, ejercitar el cerebro e idear cómo acabar
con alguna injusticia. Es más, para varios individuos, las acciones en el
terreno de la política se considerarán forzosas, vitales. De modo que, aunque
fuese una encarnación del purismo, un científico podría apoyar cambios
radicales en su sociedad. No sería un hecho inaudito. Freeman Dyson lo apunta
muy bien cuando nos recuerda cuántos científicos han terminado en la cárcel por
su rebeldía.
Confundir academia con encastillamiento es algo que
puede pasar, sin lugar a dudas, pero no resulta necesariamente ideal. No niego
que trabajar con gran rigor, teorizando sin tener presente cualquiera de las
preocupaciones cotidianas, sea importante. Se podrían identificar varios
aportes a la humanidad que fueron posibles por contar con catedráticos tan
dedicados cuanto ensimismados en sus investigaciones. Porque, docentes y todo,
sus contribuciones tienen que ver, en mayor o menor grado, con nuestra vida,
así sea para incrementar los conocimientos. Perseguir que tales quehaceres sean
útiles puede ser, con certeza, uno de los móviles para su realización. Por fortuna,
muchos académicos merecen ser incluidos entre quienes han obrado bajo ese
impulso.
Nota pictórica. El
primer traje es una obra que pertenece a Vladimir Makovsky (1846-1920).
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