Nunca es importuno pensar y actuar con inteligencia, y no
hay por qué dejar el histérico nombre de Deber o de Autosacrificio a lo que es
simplemente un arte feliz y un compromiso racional.
George Santayana
Tal como le sucede al criticar el relativismo
cultural, Slavoj Žižek acierta
cuando observa la democracia, sosteniendo que ésta es un “reino de los
sofistas”. Basados en que cualquiera tiene derecho a opinar, encontramos
personas convencidas del significativo valor de sus impresiones en diferentes
campos. Peor aún, desde su perspectiva, no habría ningún área del conocimiento
en que les fuese imposible hablar y manifestarse sobre los temas de
importancia. No se aprecia la virtud de guardar silencio ante lo desconocido;
puede más el impulso que los lleva a ilustrar al semejante sin retraso ni
vacilación, aunque sus prédicas resulten contraproducentes. Para ellos, las
reflexiones pausadas, detenidas, complejas no son sino una pérdida de tiempo.
Lo que juzgan imperativo es no dejar pasar ninguna ocasión para, en teoría,
iluminarnos con esos curiosos impulsos, no digamos ideas, de su cerebro.
El problema es que tomar la palabra y lanzar
cualquiera de nuestras ocurrencias no resulta satisfactorio, excepto cuando
tenemos otros fines. Si lo que procuramos con estas creencias o
posicionamientos personales es, por ejemplo, contribuir al mejoramiento de la
sociedad, el trabajo debe ser mayor. La regla es que las explicaciones
sencillas, surgidas casi de modo automático, por lo cual no demandaron ningún
análisis previo a su formulación, son falsas. Es que, para su ejercicio pleno,
la libertad de expresión debe estar acompañada por un mandato especial: pensar
antes de hablar. Sé que no es un secreto industrial, ni mucho menos; sin
embargo, aunque la fórmula parece bastante sencilla, no todos se sienten
inclinados a respetarla. Lo infrecuente pasa por reflexionar antes de dar a
conocer nuestro parecer al prójimo. Demasiada gente, pues, se ocupa del
pronunciamiento sin detenerse a examinar su contenido.
Pero el mensaje que uno emite no debe ser sólo el
producto de la inteligencia. No es suficiente con razonar, cuando se lo hace
bien; tenemos también la carga de investigar. Suponer que, frente a un asunto
más o menos relevante, podemos consumar grandes cavilaciones, especulaciones de
notable impacto entre nuestros contemporáneos, sin revisar opiniones del
pasado, es un absurdo. Si aspiran a ser rigurosos, tanto filósofos como
científicos nunca parten de la nada. En palabras de Mario Bunge, hay un fondo
de conocimientos acumulados, los cuales no tienen que ser desdeñados. Es más,
deberíamos estar agradecidos con otros individuos por adelantársenos a pensar acerca
de varias cuestiones. En este sentido, al hablar sin respetar esa tradición de
conjeturas y teorías, no solamente que somos soberbios, sino asimismo
estúpidos: nos condenamos a esforzarnos por hallar respuestas que, a lo mejor,
ya fueron dichas.
Además de hablar con apego a la razón y al
conocimiento, hace falta discutir. No niego que, al dialogar, los hombres sean
beneficiados. Escuchar al otro sin el propósito de reivindicar un punto que
estimamos correcto, así sea parcialmente, puede ser útil para nuestro progreso
intelectual. Con todo, el debate tiene un valor incomparable. Se trata de un
suceso gracias al cual dos concepciones están en disputa, intentando que su
carácter superior sea demostrado. Esta clase de contención o pugna favorece el
refinamiento del conocimiento, aproximándonos a la verdad. Desde luego, para
notar estos provechos, es indispensable que los interlocutores tengan similar
aprecio por las posturas reflexivas e ilustradas. Aludo a un hecho cada vez
menos común, por desventura.
Nota pictórica. Concierto es una obra que pertenece a don Ángel Loochkartt (1933).
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