Tan pronto como el servicio público deja de ser el principal
asunto de los ciudadanos y estos prefieren servir con su bolsillo a hacerlo con
su persona, el Estado se halla próximo a su ruina.
Jean-Jacques Rousseau
Conforme a lo expuesto por John Stuart Mill, mientras no
provoquemos ningún daño, nuestra libertad se puede ejercer sin limitaciones. El
fundamento de cualquier restricción se relacionaría, pues, con efectos
negativos que nos tendrían como responsables. Solamente cuando se presentara un
escenario como éste, una sociedad, por medio de sus autoridades, podría
imponerse a la voluntad individual. Siguiendo esta línea, si no causáramos mal
alguno, las acciones u omisiones que lleváramos a cabo deberían aceptarse como inadecuadas
para ser restringidas. Es lo que, por ejemplo, se entendería cuando dos
sujetos, mayores de edad y con uso de la razón, celebran un contrato
cualquiera. Uno de ellos puede comprometerse a vender su trabajo; el otro, como
contraprestación, le realizaría un determinado pago. Entretanto no implicare
afectar la vida de un tercero, el asunto parecería inobjetable.
La situación cambia de tono cuando, por una
suma cualquiera, el vendedor se ofrece a sí mismo como candidato. En este caso,
la transacción puede admitir algunos reparos. En primer lugar, si se tratase de
una compra efectuada por el oficialismo, presumiríamos que los recursos
públicos son usados con dicho fin, por lo cual la operación merecería nuestra
condena. No es raro que, para lograr el beneplácito de una persona, se utilicen
fondos del Estado, alterando presupuestos e incurriendo en despropósitos
administrativos. Resalto que, si el comprador no fuese aún Gobierno, podría
exigir después, cuando su postulante accediese al poder, la devolución del pago
entregado. Esto se traduciría en la facilitación de licitaciones con final tan favorable
cuanto seguro. En rigor, más que venta, hablaríamos aquí de financiamiento del
aspirante a funcionario gubernamental. El problema radica en la obligación de
saldar deudas.
Por otro lado, sea oficialista u opositor, el
candidato que se vende pierde su derecho a la disidencia. Puede dar discursos
sobre su independencia que sean del todo contundentes, claros, compatibles con
la figura de alguien indoblegable. La cuestión es que, debido al negocio en el
cual participó, su margen de actuación se halla limitado. Esto significa que
los cuestionamientos, si hubiera, en torno al proceder de su partido estarían
condicionados por ese asunto del pasado. Hasta por temor a que se revele su
comercialización, evitaría llegar al fondo de temas en donde peligraría la
reputación, respaldo electoral o patrimonio del comprador suyo. No niego que
pueda ser tan desvergonzado cuanto desleal, al punto de irrespetar lo acordado
con su mercader político, presentándose como gran librepensador. Con todo, si
hubiese un mínimo de seriedad –aunque sea de familia mafiosa–, guardaría un
silencio cómplice que afectaría a sus electores.
La pretensión de alcanzar el poder no es
inmaculada, ni mucho menos. Nadie cree que, sin excepción, los candidatos están
en esas pugnas por amor al prójimo ni, menos aún, para salvar al país. Existen
otros móviles que se consideran para la participación en comicios de diferente naturaleza.
No lo ignoro en absoluto, por cierto; es una realidad que nos acompaña desde
hace mucho. Además, salvo cándidos empedernidos, no se vislumbra ningún cambio importante
al respecto. Sin embargo, nada tendría que servir para condenarnos a tomar
conocimiento de tales negocios como si fueran hechos insignificantes. Si la
política se concibe hoy como una verdadera desgracia, ello es debido, entre
otros factores, a esta mercantilización del ciudadano.
Nota pictórica. El
vendedor de flores es una obra que pertenece a Rudolph Ernst (1854-1932).
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