Hoy, como antaño,
el enemigo del hombre está dentro de él. Pero ya no es el mismo: antaño era la
ignorancia, hoy es la mentira.
Jean-François Revel
En El vacilar de las cosas, Juan José
Sebreli reivindica a la izquierda clásica. Recurriendo a pensadores
fundamentales del socialismo, sostiene que dicha corriente sería heredera de la
Ilustración y el humanismo. Sin embargo, esa concepción, que puede considerarse
progresista, habría sido relegada, resultando perjudicados sus postulados
iniciales. Así, con el romanticismo antiiluminista y los desvaríos del
posmodernismo, se habría afectado una manera de imaginar el mundo que, pese a
todo, podía contribuir a notar ciertas injusticias. Porque no es imprescindible
militar en un bando para censurar los abusos que fueron cometidos por Hitler o
el Estado Islámico, verbigracia. Más allá del debate sobre las funciones de un Gobierno,
sin duda, puede haber sitio para la coincidencia en condenas morales.
Si,
según esos orígenes ideológicos, debe haber concordancia con el respeto al
prójimo, a su dignidad humana, cuestionando las sumisiones y los apresamientos
políticos, varios pasajes de la historia son aquí llamativos. Pasa que,
mientras, durante la primera mitad del siglo XX, se condenaba al capitalismo, presentándolo
como una fuente de infamias, los izquierdistas, con sus intelectuales
rimbombantes y dirigencia siempre rubicunda, guardaban silencio ante problemas
internos. El camarada Lenin podía disponer la eliminación de marinos que
protestaban en Kronstadt, así como, más adelante, Stalin matar a numerosos
compatriotas por cualesquier disidencias, aun ficticias: nada de esto merecía
sus preocupaciones morales. Peor aún, tal como sucedió con Solzhenitsyn, quien osaba revelar esas
debilidades quedaba desamparado, debiendo esperar hasta la muerte.
Tampoco, salvo excepciones, se pudo sentir su
predilección por el humanismo cuando llegó la hora de pensar en las aventuras
del castrismo. Nuevamente, no importaba la contundencia de las denuncias que,
por torturas, encarcelamientos indebidos y ejecuciones extrajudiciales,
realizaran cuantiosas personas, incluyendo intelectuales como Heberto Padilla,
para resucitar a esa izquierda –más idílica que real– de la cual hablaba
Sebreli. Lo que correspondía era patrocinar, sin escatimar medios, empleando
aun el cinismo más grosero, a un régimen llamado, según ellos, a transformar el
orbe. Mientras tanto, con la imaginación siempre potente, se aguzaba su mirada
para percibir toda ineducación o incivilidad que fuese perpetrada por Estados
Unidos. Porque, claro está, lo único que importa es subrayar sus errores, pero
jamás reconocer las fallas de los correligionarios. Ellos pueden ser tan
corruptos como los sandinistas; empero, por ejemplo, la Guerra de Irak lo
supera todo.
Con
todo, el punto más bajo de aquella izquierda que no es clásica, sino
contemporánea y, además, latinoamericana, se puede evidenciar merced al
problema venezolano. Lo señalo porque, sin la menor vergüenza, varios
militantes amparan a un tiparraco tan aborrecible como Nicolás Maduro y su
régimen. Usando el clásico argumento del Imperio, ellos se inclinan por
convalidar los oprobios del chavismo. Sin tener presente su vínculo con
posiciones racionalistas y humanistas, entre otras más o menos respetables,
prefieren apostar por la barbarie. Consagran a un genuino tirano, despreciando
a millones que han sufrido por sus acciones. Sin vergüenza de por medio, se
limitan a pregonar que todo es producto del apetito estadounidense. Los presos
políticos, las muertes y la escasez serían, pues, ficciones de Trump. Nada
queda ya de su legitima ascendencia.
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