Todos los productos del arte y de la industria, y todos
los experimentos políticos y morales corren un albur, como el más humilde de
los hongos, en la lotería de la vida.
George
Santayana
En una conferencia de 2004, Alain Badiou explicó
que, mientras la injusticia es clara, la justicia resulta oscura. Lo menos
arduo sería identificar hechos injustos. Tenemos aquí la ventaja de contar con
personas que sufren, diciendo cómo su vida, libertad o propiedad es
perjudicada. En la justicia, por el contrario, no hay víctimas. Por
consiguiente, al procurar su definición, nos topamos con distintos enfoques,
teniendo diferentes vías para concebirla de manera satisfactoria. Sin embargo,
cometeríamos un error si creyéramos que la calificación de injusto está exenta
de controversias. Porque no todos quienes se proclamen damnificados u ofendidos
merecerán ese reconocimiento. De modo que, para manifestarnos sobre cualquiera
de tales situaciones, sería necesario usar algún criterio gracias al cual
nuestros debates tuvieran un marco en común. En este afán, se podría proponer
la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada hace ya 70 años.
Si la filosofía
política comprende el cuestionamiento del poder, los derechos humanos son un
medio efectivo para consumarlo. En su nombre, criticaremos al Estado, el
Gobierno y las leyes, partiendo de los postulados consagrados por Naciones
Unidas. En otras palabras, siguiendo esta línea, los hombres se sienten
impelidos a buscar la justicia política, un tema que ha sido considerado por
varios pensadores, desde Aristóteles, pasando por Rawls, hasta,
contemporáneamente, Höffe. Se trata de una reflexión que permite fijar límites
a las autoridades, exigir determinadas actuaciones o requerir condenas
contundentes contra quienes han despreciado nuestra humanidad. Por cierto, se
hable de naturaleza o, como sostenía Hannah Arendt, condición humana, lo
fundamental es que reconozcamos un elemento sin el cual muchos oprobios serían
imperceptibles: la dignidad.
Consiguientemente, los
derechos humanos posibilitan que rechacemos aquellos actos que son injustos e
indignantes. Con todo, no es un propósito que se podría realizar sólo en el
lugar donde uno ha nacido o, si fuera el caso, reside. No existe ninguna
frontera que sirva para liberar a un régimen cualquiera, presente o futuro, de
las críticas lanzadas al respecto. Es una consecuencia de su carácter
universal, un atributo que ha sido siempre aborrecido por quienes invocan la
soberanía, el amor al suelo patrio, pero para evitar una condena del partido
reinante. Así, las tiranías niegan que algún otro Estado, coalición o entidad supranacional
pueda entrometerse en sus asuntos internos, aunque éstos conlleven
procesamientos sin garantías mínimas y ejecuciones extrajudiciales. Si
dependiera de esos nocivos gobernantes, no habría Declaración alguna que
respetar, sea en su territorio o afuera.
Salvo excepciones,
todos somos capaces de conocer y valorar positivamente las facultades indicadas
en ese valioso documento del año 1948. Esto sería posible porque, en teoría,
nos corresponde la condición de seres racionales. En efecto, merced a esta
cualidad, uno se daría cuenta de su importancia para nuestra convivencia. Nada
más razonable que establecer un conjunto de condiciones básicas, inherentes a
todo individuo, por las cuales el poder quede limitado. Es una situación por la
que uno debe sentirse llamado a obrar, pues pasar de la moderación del mando, un
avance positivo, al sometimiento irrestricto resulta indeseable y, además,
retrógrado. Aun cuando los gobernantes anuncien el agotamiento de su vida
entera para favorecernos, no conviene dejarlos sin restricciones.
Nota pictórica. Nuestra imagen es una obra que pertenece a David Alfaro Siqueiros
(1896-1974).
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