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El arduo camino de la convivencia




La capacidad de convivir con las diferencias, por no hablar de disfrutar de ellas y aprovecharlas, no se adquiere fácilmente, y por cierto no viene sola. Esa capacidad es un arte que, como todas las artes, requiere estudio y ejercicio.
Zygmunt Bauman


Según Ortega y Gasset, todo ser es feliz cuando cumple su destino, al seguir la pendiente de su inclinación, transitando un camino a través del cual se realizaría plenamente. Desde luego, se trata de un propósito que podría ser pretendido por cualquiera. Responde a la clásica preocupación por el sentido de nuestra vida. En efecto, cuando coincide la tendencia natural de cada uno, sus predilecciones e intereses más significativos, con las actividades que lleva adelante, su vida podría considerarse íntegra. Poco importaría la valoración que otros sujetos hicieran al respecto. Porque, al final, sus juicios no serán determinantes para concluir si agotamos los días en el mundo de modo satisfactorio. Sin embargo, suponer que no necesitamos en absoluto de los demás sería un error indiscutible. Su presencia se torna relevante desde un punto de vista lógico, para sobrevivir, pero también conforme a criterios éticos.
El vínculo con las demás personas puede servir para evaluar nuestro adelanto como miembros de una especie, la más lúcida, problemática, sorprendente, aunque asimismo torpe, simplista y hasta tediosa. Es lo que, con su clara sensatez, Todorov defiende cuando escribe acerca del progreso. Para este autor, la medida de nuestro avance es el trato que dispensamos al otro. No se refiere a un semejante en sentido estricto, es decir, alguien con quien tengamos similitudes de diversa naturaleza, aun físicas. Relacionarse con los individuos que, en suma, se nos parecen no es un desafío desde ninguna perspectiva. El reto se presenta cuando debemos tratar con gente que tiene principios, valores, hábitos y tradiciones distintas, peor todavía, para ambas partes, antagónicas. Sobreponernos a esa dificultad, vencerla sin pensar en la imposición o todo tipo de violencia, es un logro nada menor.
Pese a ello, cometeríamos una equivocación si nos limitásemos a dar un reconocimiento colectivo. Se puede tener el objetivo de salvar una cultura, pongamos por caso, estableciendo prohibiciones y órdenes para lograr la protección del legado histórico. Se puede sentir la tentación de que lo mejor es permanecer inactivos frente al proceder del grupo ajeno, confiriendo el mayor margen para regirse a sí mismo. La cuestión es que, por ocuparnos de aspectos comunitarios, podríamos olvidarnos del amparo al individuo. Así, lo dejaríamos a merced de las determinaciones que no fomentan la disidencia; por el contrario, persiguen el sometimiento. Todo estará perdido si la cultura de un grupo con el cual convivimos nos exige derechos colectivos, mas ninguna garantía para quienes protestan en su interior. A fin de cuentas, las relaciones son establecidas entre hombres singulares.
Con todo, no se habla de pasar forzosamente del desconocimiento a la más acrítica aceptación, sea colectiva o individual. Nadie discute que las marginaciones y, peor aún, opresiones son negativas. Concebir al otro como alguien que, por diferentes causas, se halle condenado a tener una condición inferior es un despropósito tan falso cuanto pernicioso. El punto es que nuestro abandono de la ignorancia del prójimo no debe implicar ningún silencio moral. Es importante que nos esforcemos por entender sus razones para obrar en distintos ámbitos, sin lugar a dudas. Pero lo fundamental es que, para convivir, precisamos de un común denominador, al cual lleguemos mediante reflexiones compartidas, dialogando, discutiendo. Es evidente que alcanzar esta meta resulta complicado; no obstante, vale la pena intentarlo.

Nota pictórica. Mirando la tempestad es una obra que pertenece a John William Waterhouse (1847-1917).

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