No se puede seguir viviendo, haciendo cosas, y al mismo
tiempo sostener que todo carece de sentido; lo más coherente sería el silencio, la inmovilidad.
Juan José Sebreli
Nuestra gratitud por el esfuerzo que
realizaron los pensadores antiguos nunca será suficiente. Grecia contempló
entonces cómo, desde Tales hasta, por ejemplo, Aristóteles, se apostó por
abandonar el mito para enaltecer la razón. Ellos advirtieron que varias de las
explicaciones pregonadas por sus autoridades y conciudadanos eran insatisfactorias.
Podían contar con el beneplácito de diversas generaciones, incluso remontarse a
tiempos bastante remotos; no obstante, aquello resultaba ineficaz si
pretendíamos descubrir verdades. No debían ser oráculos, sacerdotes, dioses ni hombres
de armas, por supuesto, quienes nos marcaran el cambio a seguir en ese
cometido. No interesaba que, auxiliada de sus respectivas instituciones
sociales, la tradición requiriese plena sumisión al respecto. Teníamos que ser
nosotros mismos, recurriendo a medios intelectuales, los llamados a cumplir
autónomamente tal tarea. Es la gran senda que se nos abrió hace más de dos
milenios y medio.
Una de las
enseñanzas antiguas que merece todavía nuestra estima se relaciona con el
silencio. Sucede que Pirrón, baluarte del escepticismo, no tenía certeza de ninguna idea, concepto, materia o
cosa. En efecto, distanciándose del dogmatismo, él estaba convencido de que las
personas no podían asegurar nada. Su duda reflejaba una reflexión que contrastaba
con el tono categórico de quienes, con arrogancia, anunciaban verdades
definitivas. Sin embargo, su aprecio por esa humilde e invencible vacilación no
es lo único que puede agradecérsele. Pienso asimismo en una consecuencia de su
incertidumbre, a saber: quedarnos sin habla. Porque, si no tenemos la
posibilidad de forjar un criterio firme o, al menos, medianamente defendible,
lo mejor es guardar silencio. Tal vez, mientras tenga vigencia esta voluntaria falta
de pronunciamientos personales, podamos crecer merced a la escucha del prójimo,
una práctica nada intrascendente, pero, por desventura, poco distinguida.
Porque, si somos francos, debemos reconocer que, para
muchas personas, guardar silencio es, salvo cuando están durmiendo, imposible. Aclaro
que mi mayor reparo no radica en el incesante lanzamiento de palabras, frases y
reflexiones sobre temas del más variado pelaje. A fin de cuentas, pueden agotar
sus pulmones como mejor les plazca. La desgracia es que, en demasiados casos, este
impulso no genera sino mera palabrería. De manera que, cuando escuchamos o
leemos a sujetos dominados por dicho mal, no logramos el menor provecho
posible. Frente a esa facundia, queda sólo la frustración porque no habrá
teorías ni, aunque sea, coherencia que dignifique sus intervenciones. Se trata
de gente que se pronuncia sobre todo, sin ninguna duda, pese a no tener información
en torno a la disciplina correspondiente.
No es una novedad que los políticos sobresalgan en la
perpetración del vicio aquí considerado. La regla es que quienes aspiran al
ejercicio del poder no se nieguen a manifestarse acerca de asuntos económicos,
judiciales, ecológicos, sexuales, robóticos o aun espirituales. Les parece
inconcebible toda contestación modesta, una que implique confesar sus
limitaciones. Se prefiere correr el riesgo de la vergüenza a cometer tamaña
sinceridad. No desean admitir que, para tomar la palabra con solvencia,
necesitamos previamente conocer. Son aventureros verbales, individuos que
combinan osadía con irresponsabilidad. Lo peor es que sus votantes elogiarán la
falta de silencio, premiando discursos tan abundantes cuanto vacíos. Callar es
impopular.
Nota
pictórica. El silencio roto es una
obra que pertenece a George de Forest Brush (1855-1941).
Comentarios