La cultura no salva nada ni a nadie, no justifica. Pero es un producto
del hombre: el hombre se proyecta en ella, se reconoce; sólo le ofrece su
imagen este espejo crítico.
Jean-Paul Sartre
El imperio
del mal gusto y la frivolidad es apabullante cuando se toma contacto con los
medios. Nos topamos con creaciones que contradicen la supuesta inteligencia
superior del hombre. Existe una suerte de competencia que, al final,
encumbraría a quien nos exigiera el menor esfuerzo reflexivo. Predomina la
creencia de que su público está compuesto por homínidos cuyas mentes no soportan
ni siquiera una operación aritmética. No es un mal novedoso, puesto que está presente
en distintas épocas. Sin embargo, la situación ya habría superado las pésimas
expectativas que se tenían al respecto. En especial, la televisión sirve como clara
prueba de tal degradación. Es que casi todo en ese campo parece haber sido preparado
para el embrutecimiento y la banalización del espectador.
Felizmente,
el despropósito de las mayorías no afecta a todos. Así, un individuo podría
resistirse a su envilecimiento. Es más, esta persona puede asumir la misión de
ilustrar al semejante, contribuyendo a que se distancie del lugar común, las
simplezas, el oscurantismo. Huelga decir que una labor como ésta debería ser elogiada;
empero, la necedad no celebra cuando alguien procura su eliminación. Por esta
razón, gente que batalla contra la basura que ofrecen los medios no acostumbra
tener un destino envidiable. En efecto, siendo partidarios del elitismo, como George
Steiner u Ortega y Gasset, esos detractores de las masas tienen asegurada una
posteridad infame. Pero ese futuro no debiera disuadirnos de intentar la
reivindicación del que ha hecho también suya esa cruzada.
Marco
Aurelio Denegri, polígrafo, sexólogo, gramático, crítico literario, experto en
gallos, notable conocedor del cajón musical y, ante todo, espléndido lector, ha
muerto. Nació en 1938 y, desde hace varios años, dio a la televisión peruana un
nivel de antología. Su programa, La
función de la palabra, que, gracias al cable e Internet, tenía seguidores
alrededor del mundo, nos regalaba experiencias innegablemente provechosas. Su
culto manejo del lenguaje volvía legendarios los ataques que lanzaba contra
libros marcados por la mediocridad. De algunas obras, por ejemplo, dijo que “no
pasaban la aduana del buen gusto”. Era un guardián muy riguroso del español,
idioma que es maltratado hasta por la propia Academia. Destaco que mantenía
correspondencia con sus televidentes, tratando de absolver dudas, esclarecer
confusiones y demoler mitos preservados durante demasiado tiempo. En
particular, le interesaba lo concerniente a la educación sexual, materia que se
halla plagada de tonterías creídas por el vulgo.
Semanalmente,
Denegri mostraba libros que respaldaban cada una de sus aseveraciones. Sea que
hablase de literatura, música o hasta las malas palabras, los apuntes
bibliográficos jamás faltaron. Al margen de que, como todo bibliófilo, hubiese
deseado exhibir sus apreciables colecciones, esa exposición resultaba útil para
estimular al telespectador. Porque, si bien su espacio ya cumplía con el deber
de iluminar al prójimo, podía ser útil para despertar apego al universo
literario y, más aún, acometer su emulación. Nos indicaba el camino que, con
voluntad, llevaría a sus mismos dominios. Es cierto que, como todas, su
erudición parecía imposible de igualar; empero, con entusiasmo, aun esa meta se
vuelve alcanzable. Acoto que, aunque no lleguemos a tal fin, bastará con el
reconocimiento de su provocación en nuestras vidas. Acaso sea lo único
rescatable que, durante los últimos tiempos, nos ha deparado la caja boba.
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