Si no fuese siempre
razonamiento, cualquier decisión se habría tomado sin convicción y con una
conciencia meramente persuadida o ficticia. Aunque su fin o sus efectos fueran
buenos, sería una decisión in-moral.
Norbert Bilbeny
Aun
cuando haya gente que sirva para refutar la idea, no es una equivocación
presentar al hombre como un animal inteligente. Me refiero a su capacidad de
resolver problemas, sean éstos simples o complejos. Desde luego, esto no quiere
decir que todos la ejerciten del mismo modo. Es más, si nos detuvieramos en el
ámbito de la política, probablemente, concluiríamos que hay quienes jamás
intentaron hacerlo; poco importan sus títulos, capacitaciones o grandilocuencia.
La reiteración de absurdos en los quehaceres del poder no permite otra
conclusión. Pese a ello, ni siquiera los casos más groseros de torpeza bastan
para desechar cualquier expectativa en torno a su posible uso. Suponemos, pues,
que, tratándose de seres humanos, su cerebro funcionará con precisión,
comprendiendo nuestra realidad, pero asimismo entendiendo cómo tener una buena
existencia.
Porque
la inteligencia nos resulta útil si procuramos responder una pregunta que,
desde un punto de vista ético, según Comte-Sponville, es fundamental, a saber:
¿cómo vivir? No niego que haya muchas respuestas al respecto. Como es sabido,
durante las distintas épocas, hallamos personas que han intentado la
consagración de sus juicios en relación con ese tema. Para estos sujetos, lo
vital es que sus dictámenes acerca del bien y el mal sean aprobados sin mayores
controversias de por medio. Con todo, más allá del egocentrismo, lo positivo es
el hecho de no despreciar tales problemas. Creo que la sola preocupación por
estas inquietudes ya se vuelve meritoria, reflejando un uso correcto del
pensamiento. Es que podemos reflexionar sobre genuinas tonterías, despreciando
todo contacto con aquellos temas de relevancia para el mejoramiento del ser
humano; empero, optamos por considerarlos.
Necesitamos
de la razón para explicar por qué motivo elegimos ayudar al prójimo y no,
verbigracia, eliminarlo. Esta construcción de argumentos no es un asunto menor.
Pasa que, si nos esforzamos en dar coherencia y claridad a nuestras
fundamentaciones, no sólo demostraremos madurez cuando llegue la hora de tomar
decisiones significativas, sino también podríamos despertar concordancias con los
semejantes. Únicamente así, formulando esas aclaraciones en torno al actuar
personal, surge la posibibilidad de tener diálogos provechosos, incluso debates
que, una vez más, prueben cuán productiva es nuestra mente. La otra opción,
siempre detestable, tiene que ver con quedar a merced de los caprichos. Es el
camino que recorren quienes prefieren asociar la ética con los impulsos del
momento, las emociones, pasiones o arrebatos capaces de conmovernos. Frente a
ellos, toda tentativa de comunicación y comprensión es imposible.
Esta
suerte de inteligencia o razonamiento moral no se agota en la explicación ni,
aunque sean exitosas, las persuasiones que llevemos a cabo. Al margen de
funciones como éstas, se nos depara un escenario en el que resulta posible
juzgar. No ignoro que, entre otras cosas, por ética podemos entender el arte de
vivir en libertad, por lo cual, en principio, correspondería a cada cada uno
proceder conforme a sus convicciones y, consiguientemente, no recibir ningún
cuestionamiento al respecto. Sin embargo, cuando comprendemos que las
decisiones adoptadas por una persona o grupo, lejos de ser benéficas, pueden
causar grandes perjuicios, propios o ajenos, cabe criticarlas. Es hasta posible
pasar del juzgamiento moral a la condena. De manera que, en nombre de una razón
bienhechora, la indiferencia se torna injustificable.
Nota
pictórica. Eósforo y Héspero es una
obra que pertenece a Evelyn de Morgan (1855-1919).
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