Cuando se elimina este freno del orgullo se da un paso
más en el camino hacia un cierto tipo de locura: la intoxicación de poder que
invadió a la filosofía con Fichte y a la que los hombres modernos, sean o no
filósofos, se sienten predispuestos.
Bertrand Russell
Es erróneo suponer que la moderación
resulta siempre positiva. Ocurre que, en ocasiones, las pretensiones elevadas
pueden ser beneficiosas. Una genial obra de arte no suele relacionarse con
aspiraciones menores del autor. Por supuesto, no descarto que, casi de forma
regular, las personas se hayan topado con malos ejemplos al respecto. Los
deseos de tener el poder absoluto, verbigracia, han dejado en lo pasado razones
válidas para justificar su censura. Puede usar un tono modesto; empero, tarde o
temprano, la megalomanía del gobernante nos tendrá como víctimas. En
consecuencia, cabe tener reparos cuando aspirantes al ejercicio del mando dejan
advertir su predilección por lo absoluto. Despreocuparse de aquello implica
consentir nuestra paulatina sumisión. Con todo, tal como lo señalé al comienzo,
es también posible que los anhelos de gran envergadura puedan juzgarse favorables.
No es lo
mismo ansiar todo el poder que procurar la sabiduría en cualquier campo. Este
segundo caso nos coloca en una situación que, para quienes aprecian la razón,
puede calificarse de admirable, aunque, al final, reconozcamos su carácter
ilusorio. Subrayo esto último porque, salvo para los creyentes, la omnisciencia
es un atributo que nadie posee. No obstante, en distintas épocas, hallamos suejtos
que tienen ese propósito intelectual. Lo pueden hacer por gusto, ya que la
búsqueda genera placer, pero asimismo impulsados por otro motor: el orden. Desde
su perspectiva, el conocimiento debe servir para tener certezas, permitiendo
planes rigurosos y control de la realidad. Imperando esta creencia, se rechaza
cualquiera de las inseguridades que nos imponga el destino. Porque son
obstáculos que desencadenan inestabilidad, desequilibrios, más aún, descontrol.
En El mito de Sísifo, Camus reflexiona
sobre cómo las personas se frustran frente al silencio del mundo ante nuestra
pretensión de total comprensión. Nos gustaría someter al escrutinio de la razón
desde las nimiedades hasta los fenómenos importantes. Quisiéramos tener una
explicación omnímoda, ordenando cada uno de los elementos que se nos presentan,
evitando reveses e imprevistos desagradables. El problema es que tenemos
limitaciones, las cuales son irremediables. Así, lo sensato pasaría por aspirar
a tener condiciones que nos ofrezcan cierta estabilidad. Todo lo demás nos
superaría. Es una de las conclusiones que los abusos del poder nos han
facilitado. Cada vez que quienes lo ostentan se creen capaces de conocer la
realidad del modo más pleno posible, tomando decisiones ajenas, experimentamos
problemas bastante arduos.
No pasa por
fomentar una ética de la insignificancia. Es innegable que nuestras capacidades
son limitadas, colocándonos, a veces, muy por debajo de algunos animales. Es
cierto que muchos semejantes pueden construirse un pedestal desde donde observan
solamente la inferioridad del prójimo; sin embargo, en general, esa supuesta
supremacía es falsa. Pero ni siquiera la petulancia más grosera serviría para
desconocer habilidades y virtudes auténticas que, mostrando su provecho,
repercuten en nuestras decisiones. Somos, pues, capaces de logros que tengan un
signo positivo. Podemos ampliar nuestros conocimientos, expandiendo los efectos
de habilidades que se perfeccionan gracias a la voluntad personal. Lo que no se
debe pretender es el dominio completo de las circunstancias, escenarios o
cualquier contexto en donde nos encontremos. Ser conscientes de esta
insuficiencia puede salvarnos de pesados desencantos.
Nota pictórica. Regreso inesperado es una obra que pertenece a Iliá Yefímovich Repin (1844-1930).
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