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Cuando los libros comienzan la batalla





No se trata de hacer inteligible una obra, sino de sensibilizarnos hacia lo que constituye su valor.
André Malraux

En 1888, mucho antes del llamado de Sartre al compromiso intelectual, Manuel Gonzáles Prada denunció a la fraseología, un vicio que infestaba Perú. Así, en diferentes ámbitos que presentaba la literatura de su país, nos topábamos con palabras tan abundantes cuanto infértiles. Pero no pasaba solamente por la cantidad, ese número del todo indigerible que no refleja buen juicio ni, menos aún, escrúpulos estéticos; el problema giraba en torno a las ideas. Se decía demasiado sobre diversos temas, mas casi nada valía la pena. Podíamos llenar numerosas páginas; empero, poco resultaba útil para las tareas del pensamiento. Se demandaba, pues, la presencia de escritores que asuman el deber de abrir los ojos del prójimo, ayudando a liquidar mitos, supersticiones y prejuicios.
Porque las reflexiones que se dejan por escrito pueden suscitar cambios de gran valía. Una sucinta obra como El príncipe, por ejemplo, engendró tantos fenómenos políticos que, sin su lectura, muchos quehaceres del poder resultarían inconcebibles. Lo mismo se puede afirmar en relación con una genial obra colectiva, la Enciclopedia. En efecto, sin el esfuerzo llevado adelante por Diderot y D'Alembert, entre otros pensadores, varias injusticias continuarían formando parte de nuestra realidad. Fueron ellos, con sus textos e intervenciones públicas, los que nos invitaron a creer en el advenimiento de mejores días. No se trataba de meras ilusiones; hacían lo posible por recurrir a la razón y cuestionar todo lo que obstaculizaba nuestro distanciamiento del error. Es que, si bien los libros podían entretenernos, se hallaban asimismo en condiciones de facilitarnos el rechazo a engaños, necedades y cualesquier dogmatismos.
Desde luego, así como hay obras emancipadoras, beneficiosas para que cada quien piense por sí mismo, tenemos otras destinadas a la multiplicación de siervos. Sus autores se constituyen en el mentís de la figura del intelectual. Pasa que, en lugar de promover una discusión del todo abierta, lo cual es invariablementee provechoso, prefieren alentar la uniformidad. Todos los catecismos, sean éstos religiosos o laicos, han contado con este propósito. Mi lucha, de Hitler, así como el Libro rojo, que contiene pensamientos elaborados por Mao, son dos muestras del caso ya descrito. Su contenido fue forjado con el ánimo de convertir lectores en sujetos que se limiten a repetir los prejuicios y demás tonterías del autor. No obstante, ni siquiera en estas circunstancias se sugiere rehusar la lectura, sino tan sólo preservar un saludable escepticismo.
Es verdad que un escritor no es responsable de todos los entendimientos fraguados por sus intérpretes. Variadas tesis que se han lanzado acerca del pensamiento de Nietszche, Adam Smith o Marx, a veces, responden al delirio del fanático y no a su desapasionado estudio. En cualquier caso, sea respetando el planteo incial del autor o dejándonos llevar por las aventuras de sus exégetas, tendremos una obra con la que se puede iniciar nuestra lucha contra el oscurantismo. Se sabe que no es una labor sencilla; por el contrario, si nos abstuviéramos de ponerla en práctica, evitaríamos distintos sinsabores. Porque no todos agradecen que se tome la palabra para poner en cuestión sus más significativas certidumbres. Sin embargo, cuando un libro lo consigue, no sólo alimenta el espíritu crítico del lector; también, al lanzar éste sus interrogantes a la sociedad, favorece nuestra convivencia. Una doble ganancia de la cual no sería sensato privarse.

Nota pictórica. Máscara y libros es una obra que pertenece a Wladyslaw Slewinski (1854-1918).

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