He aspirado
siempre a un pensamiento multidimensional. Nunca he podido eliminar la
contradicción interior. Siempre he sentido que las verdades profundas,
antagonistas las unas de las otras, eran para mí complementarias, sin dejar de
ser antagonistas.
Edgar Morin
Vivimos en una época que, generalmente, por desgracia, no busca la
profundidad, sino, como sostuvo Arendt, el aplanamiento. En efecto, muchas
personas prefieren eludir las exigencias de orden intelectual, el esfuerzo que
se precisa mientras procuremos distanciarnos del engaño. Existe una peligrosa
predilección por permanecer en la superficie, relegando cualquier inquietud que
sea capaz de afectar nuestra paz. Es que, teniendo esa clase de actitudes, numerosos
problemas no son advertidos ni, por ende, analizados para su respectiva resolución.
Porque no basta con examinar las consecuencias, lo que se nos muestra sin
complicaciones, a simple vista; debemos también apostar por examinar sus
raíces. Está claro que, pese a tener la mejor de las intenciones, podemos
equivocarnos; sin embargo, hay mayores probabilidades de avanzar cuando uno
deja lo que parece obvio, así como los prejuicios, para enfrentarse a otros
desafíos.
Nos falta profundidad; empero, tenemos asimismo
problemas por el predominio de las simplicidades. En vez de notar cuán complejo
resulta nuestro acercamiento a entendimientos que parecen plausibles, nos
inclinamos mayoritariamente por la síntesis, los reduccionismos, las visiones
maniqueas. De manera que la división del mundo en buenos y malos, decentes e
infames, por dar dos claros ejemplos, nos guía entretanto agotamos nuestros
días. Por desventura, no todas las cuestiones de importancia para nosotros, sea
como personas o ciudadanos, permiten esa dicotomía. Cuando hay seriedad, el
pensamiento rebasa las fronteras dictadas por quienes creen que la comprensión
del mundo es una labor tan sencilla cuanto definitiva. Sólo para los fanáticos
basta con elegir entre blanco y negro. Desde luego, este tipo de posturas torna
inviable toda discusión que aspire a ser beneficiosa.
En una disertación del año 1954, Popper defendió
que, para tener un debate provechoso, no era indispensable contar con el mismo
marco teórico. Regularmente, los científicos e intelectuales piensan lo
contrario: sin tener un común denominador, una serie de nociones que sean
compartidas por dos interlocutores, cualquier disputa entre ambos sería
imposible. No es inevitable que sea esto así. Es que, aun cuando tuviéramos
diferentes puntos de partida, nos uniría el objetivo: aproximarnos a la verdad.
Por supuesto, no es una meta menor; es más, su sola definición podría originar una
gran cifra de polémicas en las cuales estuviéramos enzarzados. Con todo, si
tenemos buena voluntad, ese propósito podría evitar que nos detuvieran los
obstáculos de carácter metodológico para conversar con nuestros semejantes. En
resumen, nada impide que, partiendo de contextos o enfoques distintos, diversos
individuos puedan contemplar cómo su controversia es extinguida. Lo penoso es
que, en varios temas, puede más el atrincheramiento de los bandos en disputa.
Sin duda, no es una tarea de fácil consumación. Si
se pretende la llegada de días gloriosos o, al menos, muy gratos, ensalzados
por el prójimo, el camino debe ser otro. Pensemos, por ejemplo, en cómo se
conquista y conserva el poder. Para lograrlo, usted no necesita ser profundo
ni, peor aún, complejo. Es más, puede ser todo lo contrario sin correr el
riesgo de perder la confianza del elector, ese ciudadano acostumbrado a las
respuestas vagas sobre nuestra problemática. No obstante, cuando optamos por contradecir
esa tendencia mayoritaria, evidenciamos el objetivo de tener una vida en que
nuestra capacidad racional no sea decorativa.
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