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Políticas de ilustrados, caballeros y rufianes





Es necesario, por el contrario, que esto quede bien claro: nadie puede pensar que una libertad, conquistada durante estas convulsiones, tendrá el aspecto tranquilo y domesticado que algunos gustan soñar.
Albert Camus


En salones franceses del siglo XVIII, intelectuales como Voltaire y Diderot se encontraban con otros para dialogar acerca de diferentes asuntos. Teniendo una gran cultura, cada uno tomaba la palabra e iniciaba reflexiones que no generaban interrupciones groseras ni bostezos del semejante. Se hablaba de literatura, mas también del poder político. Madame Roland, por ejemplo, fue anfitriona de quienes, en esos ambientes, mediante las deliberaciones correspondientes, apostaron por contrarrestar el jacobinismo. Lo relevante es que, en tales circunstancias, era viable la posibilidad de conversar con el prójimo, razonar sobre sus posiciones, aun expresar desacuerdos profundos. Es cierto que no era un fenómeno masivo; sin embargo, nos muestra un nivel envidiable para zanjar nuestras controversias.
Aunque sin méritos en la historia del pensamiento, se ha contado con otras personas que persiguieron también una salida consensuada y viable a sus problemas de convivencia. No importa que, en las instancias parlamentarias, hubiesen estado rodeados de sujetos con pretensiones distintas; ellos se preocupaban por exponer argumentos, sopesar los del adversario y procurar la concordia en torno al mejor camino. Es una tradición deliberativa que, en diversas partes del mundo, tiene aún a varios practicantes. Ellos comprenden la necesidad de respetar las reglas que fueron establecidas para evitar caos, abusos e infamias. Si bien, desde su óptica, se reconoce que las pugnas en política son incesantes, esto no implica obrar sin escrúpulos. Por este motivo, al final, sus disputas nunca conllevarán la violencia para determinar quién debe ser obedecido.
Pero las luchas en ese plano nos ofrecen más casos. Porque no hay únicamente intelectuales o políticos caballerosos en este planeta; tenemos asimismo a quienes cuentan con otras características. Aludo a personas que desprecian la racionalidad, resistiéndose al debate y cualquier tipo de sensatez. En su criterio, lo que menos importa es el análisis de los mejores razonamientos; basta la voluntad, debiendo rechazarse las acciones contrarias a su imposición. Por otro lado, son abanderados de la impolítica, tratando a los demás como subordinados o enemigos. En su mezquina visión del mundo, las reglas han sido establecidas para favorecerlos sin excepción alguna. Todas las instituciones del Estado responderían a esta lógica. No les interesa que, con tono de escolar disciplinado, sus opositores les recuerden cuántos abusos han sido perpetrados hasta el momento.
¿Qué hacer frente a quienes ofrecen brutalidades en lugar del raciocinio y la caballerosidad? Ocurre que, salvo excepciones, comportarse como un señorito legalista y biempensante no asegura el arrepentimiento ni, menos aún, la derrota del régimen. Lo mismo se puede afirmar cuando pensamos en los que apelan sólo a la religión para terminar con las arbitrariedades. Cuando se lidia con ambiciones políticas, existen milagros que ninguna divinidad está en condiciones de consumar. En este sentido, debemos dejar de lado la inocencia. Entendamos que no todos desean vivir en una sociedad donde la libertad y los demás derechos fundamentales sean respetados. No pasa por bajarse al nivel de rufianes que atentan contra nuestra convivencia civilizada; el desafío es más complejo. Estamos en una época que no puede ser perjudicada por formalidades o rigorismos de ninguna índole. Tal vez Sartre tuvo razón cuando indicó que, en determinados momentos, no queda sino ensuciarse las manos.

Nota pictórica. Cristo y el hombre ciego es una obra que pertenece a Aksel Waldemar Johannessen (1880-1922).

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