Discursos
ingeniosos o buenas salidas no son de uso más que en una sociedad ingeniosa; en
la sociedad vulgar, son detestados por completo, porque para agradar en ésta
hay que ser absolutamente insípido y limitado.
Arthur Schopenhauer
En un ensayo que fue publicado el año 1742,
David Hume, gran ejemplo de cómo la filosofía puede coexistir con el buen
humor, expuso una clasificación del ser humano. Así, conforme a su criterio,
los individuos que se dedican a las operaciones de la mente pueden ser
divididos en dos grupos: eruditos y conversadores. En el primer caso, hablamos
de hombres cuyas reflexiones son tan complejas cuanto solitarias. Desde su
perspectiva, la búsqueda de profundos conocimientos es una tarea que puede
justificar nuestra existencia. Por otro lado, tenemos a quienes explotan asimismo
su capacidad reflexiva, pero lo hacen ante cuestiones de la vida cotidiana,
procurando compartir sus opiniones sin esperar el inmediato asentimiento del
prójimo. Si bien consideran temas que no acostumbran ser atendidos en sesudos
tratados, hay un esfuerzo por elaborar juicios razonables. Es más, pueden
comentar tesis que formulan autores de diferente índole al participar en una
conversación, pues sus charlas no exhalan necesariamente incultura.
En algún momento, el saber
se distanció de la conversación. El resultado fue del todo indeseable. Pasa
que, en un escenario como éste, se nos impone la obligación de soportar
frivolidades, chismes y ocurrencias sin ninguna gracia. Es todo el material que
se ofrece para departir con el prójimo. En nuestros tiempos, podemos añadir
nuevos capítulos de una telenovela, los principales memes del día y, si hubiere
mayor suerte, alguna noticia relacionada con la política. Son intercambios de
palabras que, al final, no resultan útiles para enriquecernos. Aclaro que no se
tiene grandes pretensiones al respecto; se pide algo más o menos edificante,
capaz de, por sus cualidades, ser evocado en la subsiguiente semana.
Si las simplezas y
superficialidades son un extremo, lo mismo se puede afirmar en el caso del
academicismo que no produce sino aislamiento. Me refiero a catedráticos,
científicos, escritores e intelectuales que hacen hasta lo imposible por no ser
entendidos con facilidad. Nadie niega que, para ser comprendidas, las buenas
ideas demandan un esfuerzo de carácter mental. Suponer que todos los problemas
del universo, así como de nuestra vida, pueden ser despachados en dos minutos es un despropósito. Sin embargo, el arduo camino del conocimiento no tiene por
qué agravarse con oscuridades, volteretas y laberintos del pensamiento.
Asumamos la misión de comunicar, con claridad e ingenio, nuestros
planteamientos. No impongamos a los otros la obligación de convertirse en una
secta para, tras conocer nuestra jerga, recién saber qué pensar al respecto.
Consiguientemente, debemos
buscar un justo medio. En otros términos, aunque variando un poco el
razonamiento, podría sostenerse que precisamos hallar un punto intermedio entre
la erudición y el analfabetismo. Porque, sea culto o ignorante, amigo del saber
u objetor de las investigaciones profundas, la comunicación con los demás es
posible. De conseguirse este objetivo, no sólo habría beneficios individuales,
sino también provechos para toda la sociedad. Pasa que, cuando elevamos el
nivel del diálogo, las probabilidades de que los demagogos nos cautiven son
menores. Una ciudadanía sin sabios ni conversadores suele ser víctima de
charlistas e iletrados afectados por la megalomanía. No es casual que, cuando
acceden al poder, persiguen que todo contacto con la sabiduría sea
obstaculizada. Prefieren celebrar las frivolidades, pues, gracias a su imperio,
la continuidad al mando del Estado está segura.
Nota pictórica. La conversación es una obra que pertenece a Henri Fantin-Latour (1836-1904).
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