La obstinada
preservación de la vida es una prueba empírica a favor de cierto sentido de la
existencia a pesar de todos los sufrimientos que esta implica y en contra de
las concepciones nihilistas.
Juan José Sebreli
Es
verdad que todo ejercicio del pensamiento puede resultar provechoso, pues,
cuando hay rigor, nos distancia de las equivocaciones y los embustes. Con
justicia, en diferentes épocas, se ha planteado que, aplicando la inteligencia,
las personas contribuirían al mejoramiento de su vida, tanto individual como
colectiva. Cuando razonamos, por ejemplo, acerca del pasado, notamos el valor
de obras e instituciones que han sido útiles para establecer condiciones
gracias a las cuales nuestra sociedad nos ofrezca un panorama decente, sensato,
aceptable. Nadie discute que, en varias ocasiones, los individuos se hayan
dejado llevar por el absurdo, perpetrando actos capaces de provocar
descomunales masacres. Porque, si bien la racionalidad puede ayudarnos a
identificar uno de los principales atributos del hombre, hay muchos que optan
por despreciarla. Son ellos quienes pierden la posibilidad de transitar así por
el mundo, procurando adoptar las decisiones menos funestas.
Pero no pensamos sólo en aquello que nos depara la vida. Sucede que,
según lo precisado por Émile Bréhier, las tres dimensiones del hombre racional
son historicidad, sociabilidad y, finalmente, trascendencia. Esta última se
vuelve patente cuando tomamos consciencia de nuestra inevitable desaparición.
Somos sujetos con un fin forzoso; por supuesto, al percatarnos de esta
condición, podríamos experimentar más de un momento ingrato. Es que, aun
llegando a la longevidad, esta existencia terrenal puede parecer insuficiente. Peor
aún, sea con nosotros o el prójimo, el cese de las funciones biológicas puede
considerarse una injusticia. No aludo al amor, que se opondrá siempre a esa
pérdida; podemos toparnos asimismo con otras causas. No es insólito que los
pesares fúnebres se originen en la falta del talento de quien fallece. De esta
manera, no se extrañaría la bonhomía del difunto, sino sus habilidades para
salvarnos del aprieto.
Robert Nozick expuso algunas razones que explican el rechazo a la
muerte. Por un lado, tenemos la creencia de que dejamos una obra inconclusa.
Como es sabido, cuando no impera la pereza, los años contemplan el modo en que
forjamos planes, hasta utopías. Hay entuasismo al momento de concebir esas
futuras transformaciones, lo cual puede ser compartido por nuestros semejantes.
Al suspender su realización, queda el sinsabor de no haber sido testigo del
acabamiento. Surge, por tanto, el lamento de lo que no se concretó. Con todo,
aun cuando no hubiera proyectos de por medio, resistirse al deceso es
igualmente posible. Se trata del segundo caso que señala el filósofo antes
mencionado. En su criterio, nos aferramos a la vida porque creemos que podemos
dar aún más, teniendo una valoración superior de nuestras capacidades. El
enemigo no sería la carencia de virtudes; lo catastrófico llevaría la impronta
del tiempo. Es lo que suele primar cuando se sufre por la muerte de alguien
joven.
Se puede tener un rechazo a la muerte que resulte patológico. Pienso en
los políticos que, una vez conquistado el poder, juzgan la vida inconcebible
sin esos privilegios. No es casual que la historia nos muestre cuantiosos casos
en los cuales el cetro fue un obligatorio acompañante del féretro. Para ellos,
vivir sin la opción de mandar equivale a no existir en absoluto. Esto explica
los abusos que cometen para preservar sus prerrogativas. Desde luego, entendemos
también por qué insisten en usar su nombre para nominar coliseos, escuelas y cuanto
edificio con recursos públicos se haya levantado.
Nota pictórica. La muerte y la mujer es una obra que
pertenece a Hans Baldung
(1484-1545).
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