Tanta
veneración del arte volvió prescindibles a los seres humanos. Hitler saludaba
alborozado los bombardeos aliados sobre las ciudades alemanas porque despejaban
el terreno para sus nuevos diseños.
John Carey
En uno de sus alegatos dirigidos a quienes lo juzgaban, Sócrates
cuestionó a los atenienses que no valoraban la vida reflexiva. No bastaba con perseguir
la satisfacción de necesidades materiales, afrontando aquellas urgencias que
impone el cuerpo, así como las frivolidades del espíritu. Ocuparse sólo de
dichos menesteres equivalía a desaprovechar tontamente nuestras facultades.
Porque, conforme a su generosa pedagogía, todos estábamos en condiciones de
acometer el distanciamiento del error, advirtiendo la facilidad con que muchos
se confunden y resguardan necedades. De este modo, verbigracia, un militar
podía estar seguro de saber qué significaba ser valiente; no obstante, al
conversar con ese maestro del pensamiento, siendo impactado por elementales
contraejemplos e interrogantes, notaba su ignorancia. Pero, aun cuando este
descubrimiento de las equivocaciones propias resulte bastante remunerativo para
el semejante, su filosofía nos ofrece más bondades.
Sucede que, además del acercamiento a lo verdadero,
ese insigne filósofo nos deparaba el contacto con la belleza. El valor
concedido a la contemplación estética no era, pues, menor; al contrario, todo
individuo debía considerarlo indispensable para ser feliz. Desde luego, las
personas podían toparse con expresiones de lo hermoso en diferentes
circunstancias, ligándolo igualmente a diversos objetos. No pensemos en su
previsible conexión con el amor; subrayemos ahora que la política ha recibido
esas atenciones. Es que, en varias oportunidades, los hombres han encontrado
bello el ejercicio del poder. Siguiendo esta línea, simples actores, humildes
peones o envanecidos protagonistas nos enseñan una realidad de la cual no
conviene olvidarse.
Cuando la política es bella
En 1936, Walter Benjamin publicó «La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica». Es un ensayo que, desde una perspectiva cultural,
procura la exposición crítica de algunos aspectos fundamentales del fascismo. Con
todo, hay allí una idea que se destaca con claridad: la estetización de la
política. En efecto, si nosotros analizamos varios regímenes, dentro o fuera de
Occidente, hallaremos este fenómeno. En particular, lo que provocaría
valoraciones estéticas de carácter positivo serían los recursos del poder
asociados con la fuerza. Las armas, los tanques, el arsenal nuclear, lejos de
llamar a la repulsa, generarían fruición. Frente a todo ello, como pasó con los
futuristas de Marinetti, no correspondería sino su celebración. Es una razón
que justifica la existencia de paradas militares y otras pomposidades
ridículas. Los símbolos partidarios sirven asimismo para evidenciar esa manera
de concebir el manejo del orden público. La indumentaria oficial tampoco se
deja al azar. Recordemos que las SS tuvieron como diseñador a Hugo Boss, nada
menos. Aportó también a este propósito Leni Riefenstahl, cineasta que trabajó para inmortalizar en el
celuloide películas recargadas de los desvaríos del nacionalsocialismo. El
objetivo era no dejar espacio a otra clase de orientación.
Artistas al mando del Estado
Como es sabido, Platón propugnó una monarquía que estuviese al mando de
un filósofo-rey. Posteriormente, con Marco Aurelio, emperador y estoico, un
experimento así parecía materializarse, aunque, por variados factores, sin
mostrar las perfecciones que aquél pensó en su momento. No se discute que un individuo
meditativo e ilustrado pueda regir los destinos de una sociedad, tomando las
decisiones primordiales en torno a sus problemas. El punto es que, pese a su
lucidez, gobernantes de tal índole pueden equivocarse como los demás. Sin
embargo, esto no debería emplearse como argumento para desdeñar la capacidad
racional, encumbrando otros medios. Fue lo que hicieron quienes entendieron la
política como una labor adecuada para las cualidades del artista. Es más, un
sujeto como Goebbels la definió como “arte plástica del Estado”. Sus líderes
tenían, por consiguiente, la misión de forjar una obra maestra, utilizando a
los ciudadanos como material tan moldeable cuanto descartable. Se aspiraba a
crear un hombre nuevo, una comunidad sublime; empero, los resultados nunca
fueron rescatables. Nadie niega que, en cierto grado, el dibujante Adolf Hitler
o un aficionado a la escritura como Mussolini, entre otros casos destacados por
Juan José Sebreli, se hayan sentido artistas. Lo negativo es que, en lugar de brindarnos
belleza, depararon muestras palpables del horror. Si tenían alguna
sensibilidad, ésta era como la de Lenin, quien se conmovía cuando escuchaba a
Beethoven, mas no tenía inconvenientes en planificar la liquidación del
adversario. Tal vez su aparente creatividad sea útil para explicar la
originalidad de algunos vejámenes.
Variantes del compromiso
estético
No hay una sola relación entre los artistas y el poder. Por un lado,
tenemos una especie de servidumbre que, sin oponer resistencia, contribuye al
embellecimiento del régimen. No hablamos aquí de amenazas, persecuciones ni
exilios: el aporte al sistema se realiza con gusto, sea por ignorancia,
candidez u oportunismo. Porque hallamos seres dedicados a esas delicadas
actividades que tienen un desconocimiento escandaloso de la historia y sus
vicisitudes políticas. Encontramos asimismo a los que, por una vituperable
inocencia, son optimistas ante quienes deberían inspirar desasosiego. Además,
están los mortales que aprovechan cualquier circunstancia para subastar su
talento, aunque sea muy exiguo. En este último caso, lo que menos interesa es
el respeto a principios. Al respecto, evoco las transacciones entre los Rockefeller
y el anticapitalista Diego Rivera. Salvo que haya sido una curiosa estrategia
de ataque al Imperio, ese connotado muralista no irradió mucha coherencia.
Por supuesto, cabe reivindicar la existencia de
personas que asumen posiciones distintas en el campo del arte. Sus posturas no
denotan desdén ni pereza por conocer. Tampoco incurren en el absurdo de
ilusionarse tras tener contacto con la demagogia. Finalmente, jamás están a la
caza de musas autoritarias, ya que sus concepciones estéticas no varían según
la ideología del cliente. Resumiéndolo, para ellos, las artes no tienen por qué
adecuarse al ejercicio del poder, menos aún si éste es contrario a la libertad,
valor sin cuya vigencia ninguna gran obra sería posible.
Nota pictórica. El agitador
político es una obra de David Shterenberg (1881-1948).
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