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El infortunio de caer





En la cabeza de la gente mediocre existe, inextirpable, la idea de que un hombre grande tiene que ser grande siempre y en todas partes, constantemente victorioso, siempre el primero de la clase… La verdad es muy otra: que cada hombre paga su grandeza con muchas pequeñeces, su victoria con muchas derrotas, su riqueza con múltiples fracasos.
Giovanni Papini


Con regularidad, las palabras de Cioran nos invitan a pensar en nuestras limitaciones, debilidades y miserias. No es un autor que sirva para el enorgullecimiento del ser humano, impidiendo esa sensación de grandeza sin la cual cuantiosos semejantes no sabrían ni siquiera cómo sobrevivir. Otros individuos han asumido la misión de recordarnos cuán lejos podemos llegar, resaltando obras e ideas que acreditan talento. Ellos ayudan a renovar la confianza en el prójimo. Pero ésta es una labor que, aunque necesaria para el ánimo de distintos sujetos, no reconoce como propia quien escribió Ese maldito yo, entre otros volúmenes. No es el entusiasmo ni, menos aún, la esperanza lo que deja su lectura en muchos casos; nos constriñe a mirarnos con un rigor tan irresistible cuanto demoledor. Pienso en estas secuelas al evocar que, según ese filósofo apátrida, sin el deseo de gloria, el hombre es, a lo sumo, una planta consciente. Aspirar a esa suerte de inmortalidad estaría, pues, en nuestra naturaleza. Tal vez por ello, tras conquistar una cumbre cualquiera, la caída puede resultar bastante dolorosa.

Ocaso de un dandi

Hay pocos escritores que pueden competir con Oscar Wilde cuando se trata de lanzar sentencias breves y memorables. Es verdad que, en algunos casos, como sucedió con Whistler, repetía lo dicho por otra gente; sin embargo, sólo él concedía perpetuidad a las frases. Era un reflejo del genio que, desde su primera juventud, contó con diversos admiradores. Poeta, dramaturgo, ensayista y narrador, antes de agotar la treintena, tenía un prestigio que diferentes personas podrían considerar envidiable. Sus obras de teatro habían sido exitosas, al igual que los libros escritos hasta entonces. Aun hoy, mucho tiempo después de su muerte, leer «El príncipe feliz» o El retrato de Dorian Gray nos asegura una experiencia sobremanera grata. No es casual que Borges, Protágoras de la literatura, le haya dedicado provechosas páginas. No obstante, pese a estar casado con una mujer, Constance Lloyd, y tener juntos dos hijos, el vínculo sentimental que lo unió a lord Alfred Douglas, Bosie, produciría su caída. Por más rutilante que hubiese sido su creatividad en el campo literario, la moralina se presentaría para segar esos deleites.
Ocurrió que el marqués de Queensberry, padre del joven amante, se opuso a esa relación entre Wilde y su vástago. Noble dedicado a muy viriles actividades como la caza y el boxeo, pocas cosas podían resultarle tan indeseables como ese  lazo. Había un linaje que salvaguardar, evitando desdoros de cualquier tipo. No se debe imaginar a un escritor cobarde, huidizo frente al cuestionamiento del progenitor indignado. El artista se discutió con ese mortal sin perder su gracia. Pero el problema no se limitó a reclamaciones verbales; con insultos de por medio, suscitaron una disputa judicial. Por desgracia, para nuestro escritor, el proceso acabó con una condena en su contra. Pasó dos años en la cárcel. Cautivo, redactó una larga carta que dirigió a Bosie, en la cual le reclama por haberle hecho malgastar su tiempo. El conmovedor texto fue publicado tras su deceso con un título en latín, De profundis. Al recuperar su libertad, cambió de nombre, llamándose Sebastian Melmoth, perdió elegancia, tuvo sobrepeso y, prácticamente indigente, murió sin provocar gran pesar social.

Cómo desapasionar a un filósofo

La historia de un amor controvertido puede ser todavía peor para sus antaño admirados protagonistas. Es el caso de Pedro Abelardo, clérigo y pensador del siglo XII. Fue el profesor de filosofía y teología más joven de su época. Nada impedía predecir que se convertiría en una de las principales mentes del mundo. No obstante, irrumpió en su vida una culta, inteligente y agraciada Eloísa, varios años menor que él. Recurrió a su astucia para tenerla como discípula, prometiendo notables avances al tío más cercano, Fulberto. Así, nació un vínculo marcado por la pasión que dejó pronto embarazada a su alumna. Como no quería ver menoscabada su reputación, ofreció casarse a escondidas, produciéndose el enlace. Empero, la familia notó que el daño al honor no había sido remediado; peor aún, sus conciudadanos lo entendían como una burla. El filósofo continuaba gozando del respeto, exento de mayores angustias, visitando también a su clandestina cónyuge, quien se hallaba en un convento. En este contexto, surgió la necesidad de consumar una venganza mayor. Sería el único modo en que la honra quedaría reparada. El castigo no fue otro que la castración. El terrible acontecimiento se consumó con la brutalidad que una vindicta del medioevo aconsejaba. Emasculado, el lúcido expositor del problema de los universales se volvió monje, forjando respetables páginas, mas sin recuperar ninguna gloria. Por fortuna, junto a ella, nos legó un epistolario que vuelve casi palpable la pasión surgida entre ambos.

El desamparo del rebelde

Si la libertad no puede relegar a Inglaterra, Francia y Estados Unidos para entender algunas de sus importantes luchas, esos países nos ofrecen un nombre al respecto: Thomas Paine. Fue un valiente intelectual que llegó a ser elogiado por quienes cumplieron funciones de mando en tales naciones. Su compromiso era inquebrantable y sin cálculos políticos, reivindicando principios, deplorando el oportunismo de numerosas personas. Siendo inglés, propugnó la independencia de las colonias en América, ganando sus motivadores escritos, como Sentido común, cada vez más predicamento. Cuando triunfó la Revolución francesa, escribió para defenderla, publicando su reconocido trabajo Los derechos del hombre. En su país natal, cuestionó la monarquía, así como creencias de naturaleza religiosa. Con todo, los tres lugares le depararían un destino adverso. En efecto, tuvo que abandonar Londres porque, aunque había estado de acuerdo con sus ideas, Pitt lo procesó y vetó su obra. En París, Robespierre dispuso que lo apresaran y, además, quiso acabar con su vida, pues le molestó su oposición al Terror. Por último, Washington, antes amigo suyo, no intentó salvarlo, ya que le interesaba más la relación con el régimen francés. No sirvieron de nada las incontables jornadas que consagró a meditar sobre cómo mejorar esos Estados. Porque ser profeta en tierras propias o ajenas no garantiza ninguna clase de lealtad.

Nota pictórica. La caída de Faetón es una obra que pertenece a Joseph Heintz el Viejo (1564-1609).

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