Que sean precisamente seres libres,
destinados a la razón y la moralidad, los que combatan la razón y pongan sus
fuerzas al servicio de la sinrazón y el vicio, tampoco ha de perturbarme ni hacerme
caer en la indignación y la exasperación.
Fichte
Conforme a lo
expresado por Bertrand Russell, la felicidad puede ser concebida como una
carencia de cosas que se desean. Lo normal es que la resignación frente a esta insuficiencia
no sea sencilla. La cuestión se torna más compleja cuando quien debe
reconocerla, desencadenando luego las consecuentes frustraciones, cree que sus virtudes
son supremas, por lo que las limitaciones serían inaceptables. Es posible que, afectados
por conocimientos inexactos, supersticiones o cualquier otra causa, los demás
sujetos deban rendirse ante tal destino. Para estos hombres sin altura,
acostumbrados a lo cotidiano, nada sería más razonable que admitir la
imposibilidad de alcanzar alguna cumbre. Empero, la situación es distinta
cuando pensamos en un revolucionario. En este último caso, la sola mención de
que algo es inalcanzable puede producir indignación. No habría nada que se
halle fuera del campo en el cual actúa; bajo su égida, la realidad jamás se convertirá
en un obstáculo para ser feliz a cabalidad.
Toda
revolución parte del conocimiento de una injusticia y, además, su
correspondiente repulsa. Los que la protagonizan se enteran de una situación
que contradice sus más profundas convicciones, dejándolos en un dilema: la
complicidad o el cambio radical. La segunda opción surge porque no se trataría
de un elemento accidental; en realidad, todo el sistema estaría también
mancillado, envilecido. Las modificaciones de carácter parcial resultarían
inadmisibles. Lo que se busca es un escenario inaudito, una sociedad en la cual
ningún agravio vuelva a presentarse. Por supuesto, para lograr este cometido, desde
Robespierre hasta Lenin, se ha invocado la razón. Si la inteligencia permitió que
numerosas adversidades fuesen abatidas, debería servirnos para conseguir esa
transformación. La desgracia es que ellos no tomaron en cuenta nuestras inseparables
imperfecciones. No bastaba con haber leído El
contrato social, engullido a Karl Marx o predicado cotidianamente las
enseñanzas bíblicas: sus semejantes podían proceder de modo diferente. Es más,
los futuros beneficiarios de su obra podrían querer un hado en el que nadie los
obligase a ser impecables.
El entusiasmo del pensador
Insatisfechos con
la vida teórica, varios filósofos se ilusionaron cuando alguna revolución llegó
a su puerto. Pusieron entonces su ingenio, así como el malabarismo verbal, a
disposición de quienes anunciaban la salvación del mundo. Ya conocían del
fracaso de Platón en Siracusa; asimismo, entendían que, por distintos factores,
las injusticias nunca desaparecerían del orbe. Mas no concebían la modesta idea
de Amartya Sen, para quien debemos limitarnos a enfrentar las injusticias
concretas, procurar su mitigación, siendo lo demás utópico. No, su pretensión
era superior. Se perseguía la conclusión de cualquier conflicto. Imperaba la
creencia de que las ideas servirían para iluminar al prójimo y resolver toda
desavenencia. Esto último significa terminar con la política, que es
esencialmente conflictiva, tal como lo han precisado Simmel y Weber, entre
otros individuos. La diversidad humana nos conduce, aunque no lo queramos, a
tener criterios distintos, más aún en los asuntos relacionados con el poder.
Aspirar a que esto finalice con la consagración de una gran e inmaculada
verdad, bendecida por autores afines al proceso, es un peligroso despropósito.
Revolución y reacción
En una entrevista de
1968, Louis Althusser sostuvo que la filosofía era fundamentalmente política.
Esto implica que reconozcamos la existencia de, por lo menos, una disputa en
torno al poder. En nuestro enfoque, la pugna se daría entre quienes promueven
el cambio y los que prefieren la preservación del pasado. Así, de manera
sintética, puede hablarse de revolucionarios y reaccionarios, pese a la injusta
carga negativa del segundo grupo. Pensemos en Francia. Pasa que la Revolución
de 1789 mereció los elogios de Paine, quien defendió los derechos del hombre
con gran entusiasmo. No obstante, en esa misma época, Edmund Burke tomó la
palabra para cuestionar el régimen galo, pues ya podía generar preocupaciones
sobre su desenvolvimiento. Este pensador británico preveía que, aunque adornado
con seductoras palabras, el régimen no invitaba a tener ningún tipo de
esperanza. La violencia puesta en práctica por el jacobinismo respaldaría
después el análisis que se hizo desde Inglaterra. Por cierto, destaco a los intelectuales
que se han opuesto a esa clase de experimentos. Ellos se sitúan del lado más
complejo, menos popular: representan la salvaguarda del orden que, según se
proclama, debe ser liquidado. Con todo, al final, han prevalecido los criterios
que celebraban esas transformaciones radicales.
El espíritu contra la razón
Pero esa
inclinación revolucionaria no fue siempre una consecuencia del ejercicio de la
razón. Uno puede haber explotado su intelecto para elaborar toda una genealogía
de los problemas que aquejan a la sociedad donde vive, asumiendo una función
tan cuestionadora cuanto incesante; sin embargo, en algún momento, el criterio
usado en ese cometido puede cambiar. Es lo que sucedió con Michel Foucault,
quien, después de haber criticado el carácter disciplinario del mundo
occidental, con sus instituciones excluyentes, opresivas, quedó cautivado por
la espiritualidad de una teocracia. El autor de Vigilar y castigar no tuvo problemas en elogiar al ayatollah Jomeini.
Su Revolución islámica, de 1979, era positiva porque introducía espiritualidad
en la política. No importaban las severas restricciones a la libertad ni, peor todavía,
el hecho de remitirnos al Corán para terminar con nuestras dudas en torno a variados
problemas, sean privados o públicos. Tampoco le perturbaba la situación de las
mujeres u homosexuales que hubiesen querido vivir como él, es decir, sin temor
a que su sexualidad fuese penalizada. Todos estos aspectos eran irrelevantes;
el filósofo pensaba en que, a la postre, esa sociedad irracional sería
perfecta, acabando con sus desdichas intelectuales. En cuanto a las minorías
excluidas, los marginados que le habían preocupado antes, su sacrificio podía
valer la pena.
Nota pictórica. Mitin revolucionario es una obra que
pertenece a Iliá Repin (1844-1930).
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