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Más allá de la mirada individual





¿Es sólo la prisa y el conflicto de la propia vida lo que refrena a cada uno o es también la estrechez de la mirada para el valor, la traba del yo fascinado de su singularidad, la incapacidad para extender una mano?
Nicolai Hartmann


En La náusea, novela fundamental del existencialismo, Sartre inicia sus páginas con una frase de Céline que resulta imborrable para quienes no adoran el sometimiento: “Es un muchacho sin importancia colectiva, exactamente un individuo”. Nada más que una persona, un semejante desprovisto de mandatos, representaciones e inciensos institucionales. No acentúo la irrelevancia en términos económicos, pues, conforme a esta línea, casi todos mereceríamos un juicio tan claro como aquél. La observación tiene otros carices. Me refiero al desdén provocado por las posiciones que adopta un solo sujeto. No interesa que se aleguen motivos válidos; por principio, cabe sentir desconfianza frente a su soledad. El problema se agrava cuando esa subestimación tiene ribetes políticos. Acontece que, de presentarse tal situación en el ámbito público, los derechos serán irrespetados mientras no haya un ejercicio colectivo. Son consecuencias del poder concedido al corporativismo.
La reivindicación del individuo no debe ser interpretada, en este caso, como una invitación al desprecio de los demás. El reconocimiento de que cada uno vale, tiene dignidad, contando con derechos y garantías, no asegura ninguna superioridad, menos aún intelectual. Es que la libertad de expresión puede servir también para pregonar tonterías. Así, debemos hacer lo necesario para resguardar condiciones que posibiliten la formulación de nuestras opiniones; sin embargo, no todas las ideas merecerán elogios. Además, si deseamos evitar conflictos o arbitrariedades, se vuelve indispensable pensar en cómo lograr que nuestras apreciaciones rebasen lo individual y convenzan al prójimo. Como vivimos en sociedad, por lo cual tenemos asuntos de carácter común, los que demandarán ciertos consensos, ésta es una labor imprescindible. Su ejecución ha sido intentada por distintos filósofos que, aunque pudieran haberse sentido seguros de ser genios, prefirieron buscar otra mirada. En este afán, podemos hablar de tres conceptos, cuya distinción es beneficiosa, a saber: objetividad, imparcialidad y neutralidad.

Objetividad

En una ponencia del año 1963, mientras exponía sus criterios acerca de problemas, responsabilidades y fines científicos, Popper habló sobre la objetividad. Apuntó entonces que debíamos relacionarla con un enfoque crítico. En efecto, no había otra manera de concebir esa pretensión que a través del cuestionamiento. Siguiendo esta lógica, ser objetivo implicaba dejar abierta la posibilidad de participar en una discusión crítica. Nuestras teorías debían contar con esa condición; de lo contrario, no serían aceptables. Dado que un propósito como éste no se puede conseguir aisladamente, la existencia de una comunidad investigativa es infaltable. Sus integrantes son quienes, en una suerte de cooperación hostil-amistosa, con los respectivos debates e interpelaciones, contribuirán al descubrimiento del error, intentando que fracase la tesis puesta a su consideración. Cualquiera que, desde un primer momento, haga lo imposible por evitar la refutación de sus explicaciones o predicciones, sin importar el campo intelectual donde trabaja, estará incurriendo en una deshonradora inconducta.
Como la objetividad conlleva una presentación de nuestras ideas que sirva para suscitar debates al respecto, corresponde pensar en algunos mandatos éticos. El más importante tiene que ver con la obligación de ser transparentes. Esto significa que, aun cuando la elaboración de una teoría haya exigido gran esfuerzo personal, al encontrarnos con elementos contrarios a su plausibilidad, debemos darlos a conocer. Hay que mostrar, por tanto, la totalidad de las luces y aparentes sombras, un panorama gracias al cual se podrán llevar a cabo deliberaciones satisfactorias. Solamente actuando de esta forma, con una exposición plena, las persuasiones en el terreno del conocimiento son admisibles. No es inútil resaltar que, cuando un par de interlocutores en disputa decide seguir ese camino, cualquiera puede convencer o reconocer su equivocación. Es el riesgo que trae consigo este modo de aproximarnos a lo verdadero. La otra opción es mantener nuestras opiniones como si fuesen dogmas sacrosantos, rechazando su tratamiento en toda controversia.

Imparcialidad

Al comenzar El olvido de la razón, Juan José Sebreli señala cuánta seriedad alberga ese trabajo. Como suele pasar en sus libros, cada capítulo ha sido elaborado con detenimiento, revisando datos, escrutando ideas. En sus palabras, él ha tratado de ser objetivo, sopesando argumentos sobre distintos representantes del irracionalismo; no obstante, entendemos que nunca persiguió la imparcialidad. Ocurre que ésta última equivaldría a una privación de postulados, valores e ideales, los cuales, en varias ocasiones, nos hacen tomar partido. En este sentido, dicho autor puede estudiar exhaustivamente a Lévi-Strauss, Lacan o Foucault, entre otros mortales, pero sin anular su postura intelectual. Porque Sebreli defiende la modernidad, gesta de Occidente que cree necesaria para tener una convivencia razonable. Su caso no es el del fanático que, gobernado por los prejuicios, se rehúsa al análisis del contrario. El patrocinio que brinda a la Ilustración surge por efecto del cuestionamiento, mas también merced al principio de autocrítica.

Neutralidad

Para las disputas de mayor envergadura, aquellas que pueden amenazar nuestra libertad o patrimonio, cabe recurrir a un tercero y esperar una solución. Si nos limitásemos a consagrar el criterio de cada uno, probablemente, jamás terminaríamos ninguna contienda. Es en estas circunstancias que irrumpe el valor de la neutralidad. Pienso en las autoridades que tienen el deber de crear y, además, aplicar normas sin abrigar ninguna preferencia o discriminación. Cuando el Estado no cuenta con esta cualidad, que reivindica Hayek y ataca Schmitt, se producen situaciones de injusticia. Serán luego estos acontecimientos signados por la iniquidad los que, partiendo de juicios individuales, pero asimismo pasibles a la crítica, favorezcan nuestra realidad.

Nota pictórica. El mar sin horizontes es una obra que pertenece a Eduardo Naranjo (1944).

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