El hombre no puede ser hombre y más allá de ello ejercer o no tanto un
poder; ejercer ese poder es esencial para él. A ello lo ha destinado el autor
de su existencia.
Romano Guardini
En Moral
para intelectuales, libro del año 1909, Carlos Vaz Ferreira escribió sobre
temas que sirven aún a fin de orientar nuestras acciones. Pienso en dos
consejos que, al componer esas páginas, este filósofo uruguayo dirigió a sus conciudadanos:
primero, ocuparse de la política; segundo, no convertir esto en una dedicación
exclusiva. Sucede que, contando con varias dimensiones, una limitación tan
rigurosa como aquélla podría considerarse negativa, perjudicial desde el punto
de vista de la realización del ser humano. Lo han evidenciado épocas en las
cuales ha predominado, casi de modo imperial, la política, pero también espacios
donde la religión regulaba severamente nuestra vida. Recordemos lo que pasó en el
medioevo, lapso que ofrece distintas lecciones acerca de cómo no se debe
proceder si aspiramos a mejorar la convivencia. Con todo, concluyendo esa misma
era, hace casi 500 años, se produjo un acontecimiento que ocasionaría cambios religiosos de trascendencia política: la Reforma protestante.
Purificar la religión
Las inquietudes de Martín Lutero son
imprescindibles para entender lo que ocurrió en Europa. A él, en suma, le
preocupaba que la religión se hubiese politizado. Tal como lo precisa Sheldon S.
Wolin, Lutero estaba impulsado por el propósito de contribuir a que la Iglesia recuperase
la pureza que los quehaceres y las mezquindades del poder habrían pervertido. Conforme
a esta mirada, había dos males que debían ser cuestionados, justificando críticas
del todo demoledoras. Así, por un lado, encontramos sus ataques a una
estructura eclesiástica que no cumplía con ninguna de las misiones de índole
divina, hallándose corrompida. Por otra parte, nos topamos con una censura de teorías
que habrían sido perjudiciales para las verdades esenciales del cristianismo.
Los escolásticos habían, pues, preferido las complicaciones innecesarias a la
simpleza que contendría el texto bíblico. Tanto la burocracia institucional
como los discursos de naturaleza oficial, añadiéndoseles conductas que
irradiaban hipocresía, condujeron a ese teólogo al hastío.
Pero la descontaminación
que intentaba efectuar Lutero tenía un marco ineludible. Desde las 95 tesis que
clavó en Wittenberg, el 31 de octubre del año 1517, la confrontación equivale a
una lucha política. Por más pureza que le hubiese querido dar, el lenguaje de
la fe tenía un tono político, el cual sería nutrido con sus alegatos. Los
conceptos de autoridad, obediencia y orden no eran despreciados, ni mucho
menos, cuando se decantaba por usar la palabra. Lo hacía para vituperar las
instituciones, el ejercicio del magisterio gubernamental. Sin ambages, sostuvo
que el Papa era un dictador; asimismo, reivindicó los derechos del creyente. En
síntesis, la relación con el poder, que es central en política, le resultó
importante para fundamentar sus posiciones. No obstante, su cruzada en favor
del carácter autónomo de la religión contibuiría a una secularización que sería
después condenada por su inmoralidad.
Desmoralizar la política
Despolitizar la religión implicaba igualmente liberar
las actividades políticas de toda injerencia religiosa, desteologizarlas. Es el
campo que se tornará fértil para las ideas contenidas en un libro escrito en
1513, antes del inicio de la Reforma: El
príncipe, de Nicolás Maquiavelo. Se procuró entonces un entendimiento de
los asuntos ligados al poder que no consintiera ningún juicio valorativo; lo
fundamental era describir, relegando afanes relacionados con la fe. Sin
embargo, el surgimiento de una política autónoma, independiente del clero y sus
prescripciones, no debía conllevar la ruptura con toda moralidad. Pasa que las
normas de conducta en torno al bien no son exclusivas del ámbito religioso. Por
más universales que pretendan ser, sus códigos no son el único criterio para
sustentar éticamente la toma de nuestras decisiones. Esas normas pueden ponerse
en cuestión, al igual que las autoridades encargadas de ampararlas. Mas el
rechazo a esa u otra preceptiva moral no significa que se reivindique una vida
de talante inescrupuloso. Es absurdo alentar un ejercicio de la política que se
rehúse a cualquier ponderación ética.
Armonizar los poderes
El luteranismo no agota la Reforma; es más, sus
críticas a las instituciones, tan explícitas cuanto subversivas, fueron
contrarrestadas por Juan Calvino. Gracias a sus reflexiones y prácticas, el
protestantismo incorpora la visión de un hombre preocupado por restaurar el
respeto al orden político. El rechazo al sistema había provocado un aislamiento
de comunidades que no deseaban sino una salvación espiritual. La dictadura de
los anabaptistas en Münster, acaecida el año 1534, fue un ejemplo del extremo
al que se podía llegar. Por este motivo, buscando una suerte de armonía entre
ambos poderes, el calvinismo vuelve a confiar en el orden, la disciplina, esos
sometimientos que toda sociedad precisa para su estabilidad. Ya no resultaba válido
predicar que los gobernantes eran sólo represores, así como superfluos.
Existían otras facetas que servían para los dos fines, político y religioso; en
consecuencia, se debía instaurar una comunidad que albergarse ambos intereses.
Aunque hallamos aspectos
bastante sombríos, como el régimen autoritario que protagonizó Calvino, puede
asociarse la Reforma con un ambiente propicio para los debates políticos. Porque
muchas obras se publicaron y difundieron merced a las condiciones que brindaron
regímenes adscritos a esa religión. Esto no tenía nada que ver con el menosprecio
a las labores intelectuales de Lutero, para quien leer la Biblia era suficiente.
Además del aporte a la libre circulación de ideas, el protestantismo permitirá
contar con virtudes que, según Max Weber, fueron determinantes para forjar el
espíritu del capitalismo. El trabajo, una existencia frugal, la creencia en el
éxito como bendición divina, entre otros elementos, habrían originado una
mentalidad proclive a esas relaciones económicas. Si bien hay quienes refutan
esta tesis, es innegable que varios países en donde el dogmatismo
ibero-católico dejó su impronta no han ofrecido un clima favorable para la
llegada del desarrollo. En cualquier caso, sea o no aceptable esa conjetura, su
legado es indiscutible.
Nota pictórica. El retrato de Martín Lutero que ilustra mi texto es una
obra realizada por Lucas Cranach el Viejo (1472-1553).
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