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En busca del diálogo democrático





Todo esto equivale a decir, me parece, que la democracia –si llamamos así a una organización de la sociedad fundada en el diálogo, en la continuidad establecida mediante el diálogo entre intereses, opiniones, vivencias inmediatas diversas– no es sólo un método sino un valor, el único que podemos asumir como base.
Gianni Vattimo


En 1948, dirigiéndose a escritores de varias partes del planeta, un joven Albert Camus afirmó que no hay vida sin diálogo. La frase puede parecer exagerada, una de las tantas poses que han distinguido a charlatanes e ilusionistas del crecimiento espiritual. La situación era diferente con el autor de Calígula. La comunicación no había sido para él un asunto irrelevante. Hombre de letras y conceptos, no tuvo en la madre, tan sorda cuanto analfabeta, a una interlocutora que pudiera recibir sus mensajes del mejor modo deseable. Infortunios de tal índole convertían la conversación en un bien que no podía sino ser valorado positivamente. Aun cuando quien nos escucha no acostumbrase visitar nuestros dominios culturales, puede ofrecernos un acompañamiento capaz de contribuir al anhelo de llevar una existencia dichosa. No nos limitemos a pensar en algún familiar, amigo, colega o correligionario: nadie que pueda ofrecernos una segura coincidencia. Porque la ventaja es que, salvo en casos de inhumanidad, se lo puede establecer con cualquiera.

Insuficiencia de la soledad
                             
No niego que la soledad tenga beneficios de amplio espectro, bondades sin las cuales un hombre podría resultar incompleto. Muchos pensamientos son forjados así, en un apartamiento voluntario, intentando concebir soluciones sin más recursos que los nuestros. Sin embargo, el contacto con los demás nos invita a contemplar una dimensión que sirve para no distanciarnos del conjunto de problemas ligados a nuestra ineludible convivencia. Ocurre que, aunque la arrogancia o el romanticismo de los ermitaños pretenda restarle validez, romper todo vínculo social es un despropósito. No se trata sólo de precisar a los demás para satisfacer necesidades básicas, lo que ya torna inconducente cualquier robinsonismo. Naturalmente, estas realizaciones son importantes, justificando su consideración en los días que nos atañen. Pero hallamos también un requerimiento de orden humano que nos hace precisar del semejante. El famoso mandato de conocerse a sí mismo, cuestionado por Hegel debido al aislamiento del mundo que impondría, nunca sería cumplido sin ver, tratar, conversar con los demás.

En pos de la verdad

En esa frondosa e inagotable busca de la verdad, nos encontramos con distintos aventureros. Efectivamente, más de uno ha optado por sobreponerse a inquietudes o enigmas que, en su caso, no admiten descanso. Por diversos motivos, ellos han sentido el impulso de incrementar sus conocimientos, pero asimismo mejorarlos. Esto último equivale a revisar todo, hasta las razones de nuestras mayores creencias. Por correr el riesgo de quedarse sin ninguna certidumbre, Ortega y Gasset no ha dudado en hablar del heroísmo cuando se procede con este ahínco. Mas es absurdo insistir en el carácter aislado de nuestra gesta. Existe un acervo, forjado por los que nos antecedieron en estas interrogaciones, del cual no tiene sentido marginarse. Es una necedad pretender que cada uno deba repetir los errores del pasado; lo aconsejable pasa por aprender de las experiencias ajenas. Esto lo conseguimos a través de la comunicación y sin generar conflictos en nuestro medio. Pasa que, mientras el acto de conocer tiene carácter personal, según Mario Bunge, todo conocimiento es social. Pocas cosas son tan sensatas como valernos de esa conexión.

Intercambio reflexivo y poder

No basta con propiciar algún intercambio de palabras con otra persona. Necesitamos, pues, de una comunicación reflexiva con los demás, excepto si pretendemos ocasionar confusiones y, por otra parte, tornar inviable cualquier solución a problemas comunes. Esto último tiene que ver con la política, terreno en donde, según palabras de Camus, el diálogo ha sido remplazado por la polémica y el insulto. Así, tanto en el siglo XX como actualmente, el uso de la palabra frente al prójimo tiene otras características. Ello resulta significativo cuando hablamos de la democracia, un régimen político en que los diálogos, las deliberaciones son imprescindibles. Sé que, sin grandes reparos, puede invocarse dicho concepto, reivindicándoselo en público y con vehemencia. Empero, la historia no es mezquina en ejemplos de cómo se  lo utiliza con fines contrarios a los que les son propios. El prestigio es tal que se falsifica su consumación. Al final, el objetivo es simular que hay esfuerzos para resolver disputas.
Al margen del fingimiento, conviene apuntar lo que perjudica y, además, favorece el diálogo en la esfera de los asuntos públicos. En este sentido, reflexionando sobre cuestiones de naturaleza negativa, destaco la violencia. Es que la fuerza puede impedir el inicio, continuación o conclusión de conversaciones, parlamentos, debates que, basados en ideas, no deberían desencadenar ningún temor. Otro aspecto que no debe ser desdeñado es la mentira. Idealmente, todo diálogo tiene que ser establecido en procura de acercarse a la verdad, aproximarnos, con buena voluntad, a un punto gracias al cual nuestra realidad se torne comprensible. Es imposible hablar con alguien que no tenga ese propósito.
Por último, no es vano identificar algunas condiciones que pueden ser útiles para disfrutar de sus provechos en política. La primera carga tiene que ver con la preparación de quienes intervienen en el diálogo. Es imprescindible que ambas partes usen su cerebro, ejercitándolo mediante discusiones y alimentándolo con información. Es un requisito que se debe tener en cuenta. Si tiene usted, por ejemplo, a dos parlamentarios con escasa capacidad analítica e ínfimos conocimientos, es improbable que su intercambio sea fructífero. No planteo que la comunicación sea impracticable; desconfío de su eficacia. Por otra parte, debemos descartar la pretensión de lograr siempre plenos acuerdos sobre aquello que dialogamos. Es mejor aspirar a grados de coincidencias y no suponer que cualquier distanciamiento equivale al fracaso. Mientras haya buena fe en ambas partes, las soluciones parciales no deben considerarse nulas. Éstas nos dejan igualmente una enseñanza que posibilitará nuestro avance.

Nota pictórica. Diálogo y alborozo es una obra que pertenece a Luis Seoane (1910-1979).

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