El auténtico problema consiste en eliminar del poder a quienes lo buscan
únicamente por el gusto del poder.
Albert Jacquard
Hoy, sin dificultad, gracias a los esfuerzos
reflexivos y, además, por desgracia, un cierto talento para embaucar al
prójimo, hallamos numerosas teorías sobre política. Desde tiempos antiguos,
hubo personas que analizaron sus diferentes aspectos, tanto conceptuales como
prácticos, suscitando debates al respecto. Por supuesto, no creamos que todas
esas gimnasias del intelecto carecieron de trascendencia; es más, en muchos
momentos, provocaron consecuencias tan prácticas cuanto terribles. Suponer que,
en estas disputas públicas, las ideas tienen un valor secundario es una equivocación.
No obstante, puede ocurrir que, debido a tantas especulaciones, dejemos de lado
lo esencial. Me refiero al ejercicio del poder, lo cual implica que se hable
también acerca de la relación entre quienes mandan y obedecen. En otras
palabras, este vínculo de naturaleza política es el que hace posible nuestro
acercamiento a una cuestión fundamental, la ciudadanía, sin cuya comprensión
peligra toda convivencia razonable.
En 2004, el profesor Derek
Heater publicó Ciudadanía. Una breve
historia. Es un libro que, con claridad, explica cómo ha variado la
concepción de tal idea en las distintas épocas. Conforme a su criterio, hubo
tres tipos de relación ciudadana, estando cada uno ligado a un determinado
régimen político. Un primer vínculo sería el que fue establecido con una
persona en particular, sea tirano, autócrata, déspota o, contemporáneamente,
caudillo. En este contexto, su mando no podía ser susceptible de
cuestionamiento ni, menos aún, desacato. Por otro lado, tenemos el lazo que se
instaura con un grupo. En este caso, acompañando las grandes revoluciones del
siglo XVIII, se presenta como protagonista a la nación. Siguiendo esta lógica,
deberíamos someternos a dictados que provengan de su autoridad. Por último,
resultándonos más familiar, hallamos la relación que se fija con el Estado.
Aludo aquí a los nexos que nacen por la voluntad de participar en un proyecto
social con el cual estemos conformes.
Entre las virtudes que
servirían para distinguir al ciudadano, cabe resaltar la lealtad. Conforme a la
última concepción que tocamos arriba, aquélla relacionada con el Estado, esta
fidelidad se traduciría en el respeto a las normas vigentes. De este modo, todas
las órdenes y prohibiciones que sean establecidas para regir a quienes componen
la sociedad deberían motivar nuestro sometimiento. Consiguientemente, los
ciudadanos ejemplares serían aquellos que cumplen todo lo dispuesto por ley.
Desde su óptica, el orden social tiene que ser objeto del respaldo más
invariable. Pero este comportamiento, que puede parecer meritorio, pues nos
distancia del caos y las inestabilidades anárquicas, cuenta con riesgos de
importancia. Pasa que, si reducimos la ciudadanía a una sumisión plena al
sistema normativo, nuestra conducta puede servir para convalidar injusticias.
Porque, pese a tener una validez formal, hay disposiciones que, con su ejecución,
pueden afectar valores, principios e ideales merced a los cuales la convivencia
humana se vuelve aceptable.
En su análisis de la
desobediencia civil, Hannah Arendt escribe sobre una clasificación que debemos
tener presente: buenos ciudadanos y hombres buenos. Bajo la primera categoría,
encontramos a sujetos que, ante todo, procuran cumplir con cada mandato
establecido por las autoridades. Ellos pueden, en algún momento, albergar dudas
en torno a la justicia de las decisiones gubernamentales; empero, al final, priorizan
el obedecimiento. Fue lo que sucedió con Sócrates. Este baluarte de la
filosofía propició que cuantiosos individuos formularan críticas, pusieran en cuestión
diversas creencias, desencadenando inquietudes entre quienes representaban al
poder. Por esta razón, utilizando argumentos insostenibles, se le inició un
juicio, obteniendo su condena. Dado que tanto el proceso como la sentencia
resultaban racional y moralmente inadmisibles, se propuso a Sócrates llevar a
cabo su fuga. El maestro de Platón se opuso. Su principal alegato fue que no
podía causar una injusticia, es decir, traicionar a las leyes, menoscabar el sistema.
En síntesis, ese glorioso pensador prefirió ser un ciudadano ejemplar antes que,
por razones éticas, el desencadenante del desorden.
A diferencia del buen ciudadano,
el hombre bueno condiciona cualquier acatamiento al respeto que merezcan sus
convicciones éticas. De manera que, si hubiere normas contrarias a esas
posturas, indispensables para entender su noción del bien, no habría sino una
respuesta contestataria. Es lo que pasó con Thoreau y otros individuos cuando
se opusieron al cumplimiento de la ley porque entendían su observancia como un
hecho injusto. Así, de forma oportuna, se rechazó la guerra, el esclavismo, las
discriminaciones, etcétera. Es verdad que necesitamos de normas comunes; sin
embargo, su dictación debe ser sometida a crítica. La ciudadanía exige, por
ende, que asumamos esta labor. Obviamente, al plantear esas objeciones, conviene
relegar los caprichos y reivindicar la razón.
No se puede apartar la
ciudadanía del conocimiento ni, peor todavía, de las limitaciones morales.
Siguiendo este lineamiento, en una ponencia del año 1955, Leo Strauss asoció
los conceptos de ciencia, civismo y humanismo. En efecto, para evitar que la creciente
especialización científica sea nociva, impidiendo una comprensión de la
totalidad, pues no habría conexiones interdisicplinarias, él juzgaba necesario
regresar al punto de vista general del ciudadano. Esto implica recordar que la
sociedad tiene objetivos mayores, capaces de conformar un panorama del cual no corresponde
evadirse. A esta relación científico-social, importante para prevenir y
resolver de mejor modo los problemas colectivos, se añade un elemento ético. No
olvidemos que, allende las diferencias de situación, tiempo y espacio, existe
una noción común, imprescindible para tener un orden decente: la dignidad
humana. Porque no debe haber comunidad, sociedad o Estado que se levante contra
esta cualidad.
Nota pictórica. Una mañana a las puertas del Louvre es una obra que pertenece a Édouard Debat-Ponsan (1847-
1913).
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