Lo íntimo y lo privado
no son lo mismo. La intimidad es el gran descubrimiento que procede de la
experiencia de lo social. La intimidad es lo oculto, de lo que no nos
avergonzamos, o que en público no significa vergüenza.
Hannah Arendt
En
su libro que le aseguró la inmortalidad, Ser
y tiempo, Martin Heidegger concede al rumor un rango intelectual. En resumen,
este pensador de la existencia sostiene que, merced a las hablillas, los
chismes y cualesquier habladurías, podemos reflexionar acerca del ser. Esas conjeturas
sobre la vida del semejante, sea o no cercano a nosotros, merecerían, por tanto,
un análisis que demanda seriedad. Yo no secundo a quienes tienen inclinaciones maledicentes
ni tampoco soy partidario del razonamiento que lanzó dicho autor; sin embargo,
su apunte no me resulta indiferente. Acontece que, desde hace varios años,
siento singular debilidad por biografías, memorias, autobiografías, diarios y
epistolarios. Reconozco que, en ese ámbito, no me molesta fomentar la
revelación de todas las facetas del prójimo, incluyendo sus miserias. Acoto que
los textos que giran en torno a filósofos me producen mayor deleite, pues
tornan posible la consideración de vida y obra, humanizando sus elucubraciones.
Tal vez, gracias a las siguientes líneas, el contagio de esta predilección sea realizable.
Es imposible olvidar cómo comienza El
porvenir es largo, texto autobiográfico de Louis Althusser. Son pocos los
inicios de novelas que pueden competir con sus párrafos. Ese intérprete de Marx
describe cómo daba un habitual masaje a su mujer, Hélène; no obstante, tras
algunos minutos sin ser consciente de lo que hacía, ya era muy tarde: la había
estrangulado. La demencia lo salvó del destino penitenciario. El también
militante del Partido Comunista revela, por otro lado, la protección excesiva
de su madre, quien le impedía disfrutar de los juegos infantiles, así como su
tardío conocimiento del sexo. Desde luego, hay una explicación del modo en que
se forjaron sus principales ideas, lo cual se agradece. Concebir la filosofía
como una lucha de clases en teoría, por ejemplo, puede invitar a tener discusiones
provechosas. Además, no relegó el impulso a mostrarse humilde, seguro de sus
limitaciones. Para causar buena impresión, hacía saber a sus maestros lo que
éstos deseaban oír, es decir, las coincidencias, alimentando ilusiones sobre un
ejemplar discípulo, aunque practicante de la impostura. Con todo, está claro
que su obra no se ha limitado al fingimiento, despertando interés acerca de los
mecanismos ideológicos. Por otra parte, es menester apuntar que su militancia
se mantuvo inmutable, aunque mediaran manicomios y cárcel momentánea. No se
advierte la misma línea en varios de sus colegas.
Karl R. Popper cuenta en Búsqueda
sin término, su autobiografía intelectual, cómo abandonó las filas del comunismo.
Tras una movilización en la cual había participado y donde murieron algunos
correligionarios, ocurrió algo que lo desconcertó: en lugar de sentirse
compungidos, pesarosos, devastados, muchos camaradas estaban exultantes, pues,
según ellos, la violencia agudizaría el conflicto, posibilitando su triunfo
ideológico. Fue un hecho que lo condujo a una radical autocrítica. Nada
justificaba que se obrara sin el menor sentido de humanidad. Es cierto que la
policía procedió con brutalidad; no obstante, su culpa podía ser ampliada al
bando contrario. Legitimar el uso de la fuerza en nombre del ensueño
colectivista e igualitario era un despropósito. Pero ese desencanto, aun siendo
tan aleccionador, no es lo único que interesa del libro ya señalado. Se tiene
asimismo la explicación del falsacionismo, su magnífico aporte al conocimiento
científico. Expone sus orígenes con la misma humildad que reconoce cuánto
influyó Einstein en su elaboración. Por lo visto, el planteo de que la ciencia empieza
y termina con problemas, los cuales nunca concluyen, evidencia cuánta
importancia confirió a la modestia. Es una cualidad que, como sucede muchas
veces, fue fijada en el hogar.
Si Borges fue criado para descollar en la literatura, a John Stuart Mill
lo educaron con el propósito de que sea un gran pensador. Leer su Autobiografía es una invitación al vértigo,
puesto que el padre, James Mill, lo instruyó de modo excepcional, suscitando
logros precoces y admirables. Porque no hay que imaginar un programa de menores
exigencias. Antes de los diez años, ese autor británico conocía del griego y el
latín; además, ya había incursionado en distintas materias. Su pensamiento
tuvo, por ende, una profunda marca del progenitor, un historiador y hombre de
ideas que fue amigo de Jeremy Bentham, el utilitarista. Mas hubo también una
influencia de carácter sentimental. Es que el insuperable amor de su vida,
Harriet Taylor, fue fundamental para nuestro filósofo. Aportó a su existencia
con afecto, pero se constituyó en un apoyo y fuente de importantes reflexiones.
Conforme a lo expresado por Mill, sin ella, no hubiera sido escrito un volumen
tan relevante como Sobre la libertad.
Se prueba con ello que ninguna educación puede considerarse completa sin el
encantamiento de los sentimientos.
No todos los amantes de la sabiduría se comportan como Séneca, Marco
Aurelio y demás representantes del estoicismo. La vida virtuosa que propugnaban
no fue capaz de persuadir ni, menos aún, fascinar a quienes, desde las
instancias filosóficas, sobresalieron tras la Segunda Guerra Mundial: los
existencialistas. Efectivamente, con Jean-Paul Sartre a la cabeza, esos
escritores y artistas, como Boris Vian, tuvieron el objetivo de cuestionar las convenciones
entonces vigentes. Hubo feroces debates, llegando a provocar el fin de algunas
amistades. En cualquier caso, como lo reflejan las memorias elaboradas por
Simone de Beauvoir, se dieron tiempo para gozar, sin importar la ocupación
nazi. Es que el compromiso no era sólo intelectual; en La plenitud de la vida, con sus cenas y bailes, reuniones
clandestinas e intensos ejercicios literarios, los valoramos desde una mejor
perspectiva. Están allí lejos del rompimiento futuro con Camus y Merleau-Ponty,
hasta de las severas objeciones que les generaba el liberal Raymond Aron. Por
más que se hayan tenido desavenencias, primaba otro tipo de vínculo, uno en el
cual no hallamos sino a la intimidad. Es ésta una dimensión del ser humano sin
cuya contemplación jamás tendremos un juicio cabal de nuestros congéneres.
Nota pictórica. Jugadores de dados es una obra que
pertenece a Georges de La Tour (1593-1652).
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