Las ideas son interesantes, pero la gente lo es mucho más.
Sarah Bakewell
La filosofía puede ser entendida como una
historia de conceptos. No es la única precisión que se ha formulado al respecto
ni, desde ninguna óptica, debe considerarse irrebatible. Podemos creer negativo
que, aun cuando hayan pasado veincinco siglos desde su aparición en Grecia, no
se tenga todavía una definición categórica; con todo, lejos de ser penosa, esta
indeterminación evidencia vitalidad. Es que tenemos la posibilidad de continuar
con debates en torno a su naturaleza, función o, si alguien lo prefiere,
inutilidad. Esto ha ocurrido en varias épocas, explotándose teorías, doctrinas
y sistemas elaborados para intentar una mejor comprensión de lo que nos sucede.
Desde la idea de razón, con que comienza esta tradición del pensamiento, según François
Châtelet, hasta las nociones asociadas con el poscolonialismo, reflexionar
sobre todas esas palabras se ha juzgado fundamental para reconocer a un
filósofo. Pese a ello, además de lanzar preguntas y aventurar contestaciones,
ese plano teórico debe ser complementado con la vida. Porque, así como
concedemos valor a las ideas, conviene tener presente al comportamiento de
quien se decantó por plantearlas.
En general, encontrar a
personas que se caractericen siempre por la coherencia es difícil, tal vez
imposible. Para Jeremy Bentham, se trata de la cualidad más rara que pueda
ostentar un ser humano, por lo cual no cabe pensar en innumerables portadores.
Lo menos complejo es respetar los principios solamente cuando las
circunstancias y nuestros intereses vuelvan posible su observancia. Muchos
sujetos pueden discursear en relación con las virtudes que dan sentido a su
existencia; empero, una vez fuera del escenario, el contraste se vuelve total. A
veces, ha sido mayor el esfuerzo por hacer verosímil una determinada creencia.
Pasó, por ejemplo, con Tolstói, quien, público devoto de los campesinos, se
vestía como ellos, aunque usando seda en lugar del material convencional. En su
lógica, ninguna muestra de admiración servía para sacrificar el buen gusto. Obviamente,
no ha sido la única persona que incurrió en este tipo de simulación,
fingimiento o hasta impostura, desnudando cuán frágiles resultan aquellas
convicciones.
Pero se han dado casos en
los que la vida refleja también el ideario de una persona. El mundo antiguo,
del cual nunca dejaremos de aprender, nos ofrece significativos ejemplos. Traigo
a la memoria uno que no causa ninguna clase de indiferencia: Diógenes de
Sínope. Lo evoco porque diversos pasajes de su existencia sirven para demostrar
que intentaba ser coherente. Sus críticas, tan contundentes cuanto
indiscriminadas, dejaban notar a un individuo que no deseaba el intercambio de
favores por lisonjas. Fue quien despreció al propio Alejandro Magno cuando
éste, otrora discípulo del esclarecido Aristóteles, quiso conocerlo para procurar
alguna reflexión en conjunto. Ni siquiera en situaciones críticas se animó a efectuar
concesiones. A propósito, subrayo que, cuando lo hicieron esclavo, el encargado
de su venta le pregúnto sobre sus habilidades. Con su habitual desenfado,
Diógenes contestó: “Sé mandar a los hombres. Pregona si alguno quiere comprarse
un amo”. Huelga decir que su insolencia no le aseguraba un trato favorable; sin
embargo, era una clara expresión de autenticidad.
Epicuro, filósofo
injustamente vilipendiado, es otra muestra de congruencia. Para este pensador,
el placer debía ser reconocido como nuestra piedra de toque. Cualquier otro
criterio moral que aspirase a ser tomado en cuenta para sustentar una
determinación era inaceptable. No hay que imaginar excesos del beber, comer o
amar; por el contrario, al final, esas exageraciones se tornaban contraproducentes.
El reto era elegir el disfrute, dejando de lado la inclinación al dolor o
sufrimiento. Mas no era lo único que interesaba. Pasa que, además de perseguir
el goce, tanto los amigos como la razón justificaban las consideraciones del ser
humano. Estos conceptos confluyeron en un experimento libertario que tuvo al
antedicho hombre de ideas como promotor: el Jardín. Fue una escuela de filosofía
que ofrecía un ambiente en el cual las reflexiones, la fraternidad y los deleites
eran fundamentales. No se pretendía el establecimiento de un centro con
relaciones verticales, impuestas para garantizar la subordinación del alumno,
incluso su sempiterna inferioridad. El fundador del hedonismo no era Platón;
por ende, su objetivo contaba con características distintas. A él no le importaba
la preparación de los nuevos estadistas, aquellos que serían llamados por el
destino para regir su ciudad. Lo que buscaba y aplicaba mediante su comunidad
cuasi edénica, aunque sin interferencias divinas, era un mejor modo de vivir.
No solamente hay una integridad
signada por el disfrute de la vida. En ciertos casos, una línea de conducta
puede ser tan rigurosa que ponga en riesgo la salud. Recuerdo la inflexibilidad
que marcó a Simone Weil, notable pensadora del siglo XX. Estudiante de suprema
calidad, pudo haberse dedicado sólo a los menesteres del campus. No obstante,
ella tenía una serie convicciones que volvían imposible tal destino. Así, para
conocer lo que era realmente la condición obrera, trabajó en una fábrica,
experimentando los mismos pesares de sus colegas. No le resultaba suficiente la
teorización al respecto, los esfuerzos especulativos para su comprensión, las
sistemaciones desde un escritorio: era necesario estar en esa situación. Esto
le hizo incurrir en radicalidades como, verbigracia, asbtenerse de comer porque
otros oprimidos no podían hacerlo. Era su forma de mostrar solidaridad y, ante
todo, ser leal a los postulados que creía defendibles. Actuó de tal manera sin medir
las consecuencias. Nacida en 1909, falleció el año 1943, joven aún, porque su
debilitado cuerpo no soportó los embates de la tuberculosis. Fue un desenlace
que, según se cree, pudo haber sido contrarrestado si hubiese mediado un
compromiso más relajado, es decir, una de las tantas hipocresías o astucias del
presente.
Nota pictórica. Agonía en el huerto es una obra que pertenece a Giovanni Bellini (1433-1516).
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