Los
hechos están más allá de acuerdos y consensos, y todo lo que se diga sobre
ellos –todos los intercambios de opinión fundados en informaciones correctas–
no servirá para establecerlos.
Hannah Arendt
Mario
Bunge demanda que nuestro cerebro trabaje adecuadamente, pues puede funcionar asimismo
del modo contrario, produciendo tonterías. No basta usarlo; hay que hacerlo de manera
correcta. Esto significa que su empleo sea racional y realista. Por supuesto, al
ejercer las facultades intelectuales, no respetamos siempre aquello. Pueden cometerse
confusiones, equivocaciones, incluso de forma deliberada. Hablamos aquí de
falacias, que tienen diversas especies, mas un común denominador: distanciarnos
del acercamiento a la verdad. Esto conlleva la necesidad de que reconozcamos
nuestros errores, con lo cual avanzaríamos. Como ha precisado Popper, el
desarrollo del conocimiento científico se da gracias a la corrección de teorías,
mostrando ese camino que ya no cabe seguir. Esto vale tanto para las
explicaciones como cuando se trata de predicciones que aspiren a tener cierta
rigurosidad.
Si consideramos el Manifiesto del
Partido Comunista, publicado en 1848, como un documento capital para las
predicciones del socialismo "científico", contaríamos desde entonces
con un lapso generoso para su materialización. Hoy, si atendemos a la sensatez,
es innegable que ningún experimento con su marca resultó exitoso. Porque sí se
plasmaron sus postulados. Hubo regímenes que se reconocieron como tales, invocando
a Marx hasta en el retrete; no obstante, los partidarios del socialismo,
finalmente, les negaron su respaldo. Procuraron salvar así su profecía, esa
llegada de un futuro en que la propiedad privada y las ruindades del libre
mercado desaparecerán. De esta manera, ellos pretenden hacernos olvidar que,
cuando hubo avances aparentes –como
los adelantos que parecía consumar la Unión Soviética en el lenguaje “del
hierro, del cemento y de la electricidad”, según Trotsky–, sus simpatizantes e intelectuales no denunciaron ninguna
traición o inautenticidad. Había orgullo al hablar de Stalin, Mao y aun Pol
Pot: todos eran dignos representantes de su ideología. Lo incómodo surgió
cuando hubo inocultables hambrunas, campos de concentración y un envilecimiento
cada vez mayor del sistema.
No engañemos al prójimo: los regímenes que se proclamaron socialistas,
en mayor o menor grado, sí lo fueron. No me refiero únicamente a los casos ya
señalados, cuyo ejemplo es categórico, sino también pienso en naciones de
África. ¿O no es lo que pregona Robert Mugabe, el longevo dictador de Zimbabue?
¿No fueron cuantiosas las guerrillas y conflictos mayores abonados por esa misma
palabrería? Porque no se registra información de subversiones en el Congo que
hubiesen tenido como estandarte a Locke, Smith, Bastiat o Hayek. Tampoco se
pueden hallar elogios al individualismo que hubiesen caracterizado a tiranos
como Muamar el Gadafi, quien premió a representantes de la izquierda
latinoamericana.
Por último, analicemos esta parte del mundo, pero más allá del terrible
caso cubano. Porque, para los socialistas con escrúpulos, la pesadilla del
chavismo ya no estaría ligada a esa ideología. En otras palabras, un gobierno
puede criticar el capitalismo, consumar nacionalizaciones, mortificar al
individuo, despreciando sus libertades; empero, jamás podrían considerarse
estas acciones como afines a la izquierda. Con franqueza, si ellos creen que tampoco
hubo aquí verdadero socialismo, quizá la conclusión sea ésta: su ideario es una
utopía, tan irreal cuanto peligrosa. Un mandato de apego a la verdad –así como
de respeto al cerebro– les exige reconocerlo. La otra opción es seguir con una
vida falaz.
Nota pictórica. La valuación es una obra que pertenece a
Grant Wood (1891-1942).
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