En primer lugar,
examiné a los hombres, y llegué a la conclusión de que, en esta infinita
diversidad de leyes y costumbres, no estaban regidos únicamente por sus
fantasías.
Montesquieu
Ninguna sociedad se mantiene idéntica a la del momento en que fue fundada.
No pienso en los inevitables cambios que, con el paso del tiempo y las
necesidades demográficas, entre otros factores, modifican su apariencia. Lo que
destaco es la imposibilidad de contar siempre con las mismas ideas. Debido al
criterio que parece mayoritario entre las minorías intelectuales, uno puede
creer en prejuicios capaces de afectar a casi todo un país. Así, explotando
generalidades, llegamos a relacionar nacionalidades con determinadas actitudes
o absurdos. En el caso de Francia, por ejemplo, su clase intelectual ha sido
asociada con el antiamericanismo o antiimperialismo estadounidense.
Sartre es una de las varias figuras que ilustra la
idea.
Empero, tenemos excepciones: Jean-François Revel, Raymond Aron y, mucho antes, el esclarecido Alexis de Tocqueville,
cuyo pensamiento merece nuestras atenciones.
A diferencia de Kant, Heidegger y otros sujetos que no
querían abandonar su terruño, Tocqueville apostó por un conocimiento generoso
del mundo. En este cometido, sumado a un móvil académico, visitó Estados Unidos
junto con su amigo Gustave de Beaumont. Ciertamente, procurando el estudio de
su sistema penitenciario, observó hechos y costumbres que le originaron
distintas reflexiones. Gracias a ello, en 1835, aparecería La democracia en América, una obra de dos tomos que alberga juicios
imprescindibles para entender ese sistema, apreciar las bondades, pero también advertir
los peligros. A propósito de sus virtudes, apunto que, según Alain Minc, con
ese libro se inaugura el género del reportaje ideológico, cuyo campo será explotado
por insignes autores.
En ese trabajo sobre la democracia estadounidense,
nuestro pensador describe aspectos que se relacionan con temas económicos,
políticos y culturales. Mas sus párrafos no responden únicamente al deseo de hacer
descripciones; hay también sitio para los juicios valorativos. En efecto, desde
su perspectiva, ese país demostraba cuán posible resulta la convergencia de
libertad e igualdad, dos valores que, hasta entonces, parecían inconciliables
conforme al criterio europeo. Resalto que, en su primera juventud, fue un entusiasta
partidario de la monarquía; sin embargo, la vida fuera del territorio francés
lo transformó. Se debe aclarar que no hay sólo elogios en dichos volúmenes. Sucede
que, en
la segunda parte, critica el culto al dinero, el peligro de la opinión pública
y una cuestión que se conoce muy bien: la
tiranía mayoritaria.
Tocqueville
fue diputado, tocándole la Revolución del año
1848, al igual que el ascenso de Luis
Napoleón. Tuvo incluso tiempo de ser su Ministro de Asuntos
Exteriores, aunque salió antes
de llegar el famoso golpe que se consumó en 1851.
Así, el fenómeno del bonapartismo lo contó como testigo y crítico. Se lo puede notar en
El Antiguo Régimen y la Revolución. En este
libro, nuestro autor sostiene que, en realidad, lo
que había hecho la revolución era continuar con el proceso de centralización
que fue iniciada en el régimen absolutista. No había, pues, discontinuidad al
respecto. No importaba el alarde, los discursos que subrayaban
cuán originales eran sus medidas. Los gobernantes no habían hecho más que
seguir con la concentración del poder, un elemento sin el cual ninguna
revolución puede ser entendida. Además, en cuanto a este acontecimiento, él manifestó
que le impresionaba más “la singular imbecilidad de los que facilitaron su
advenimiento sin quererlo”. Es imposible estar en desacuerdo.
Nota pictórica. El
retrato de Alexis de Tocqueville que ilustra el texto pertenece a Théodore
Chassériau (1819-1856).
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