Proteger contra las
tecnocracias y contra las burocracias lo que hay de humano en el hombre,
entregar el mundo en su dimensión humana, es decir, tal como se revela a
individuos a la vez vinculados entre sí y separados: creo que esta es la tarea
de la literatura, y lo que la vuelve irremplazable.
Simone de Beauvoir
Gracias a las reflexiones
de Pedro Laín Entralgo y Ernst Bloch, entre otros filósofos, los hombres no
pueden ser entendidos íntegramente sin considerar la esperanza. Es un elemento
que, en diferentes circunstancias, mucho más cuando éstas son adversas, resulta
determinante para nuestro avance. Reconocemos la importancia del pasado, así
como el valor del presente; no obstante, para contemplar lo venidero con
optimismo, tener esa virtud es fundamental. La conclusión es válida no sólo a
nivel individual, sino también cuando pensamos en términos sociales. Porque, al
relacionarnos con los semejantes, puede tener cabida la creencia de que una
vida mejor es realizable. Lo saben quienes procuran la conquista del poder; en
consecuencia, tratan de diseminarla entre los que conforman su sociedad. Para
lograr este propósito, sus seguidores pueden actuar con mesura, respetando
límites racionales, éticos e incluso estéticos, o protagonizar hechos
sobremanera deplorables.
Nadie niega que una persona pueda confiar en un proyecto político, imaginar
la llegada del futuro más sublime o, cuando sus líderes toman el micrófono,
sentir auténticas excitaciones. La manifestación de tales emociones puede ser
genuina, por lo cual, en principio, no debe generar desprecio. Hay que hacer el
esfuerzo de entenderlo para trabajar en
una mejora, pues las decisiones no pueden tener esa única base. Sin embargo, en
lugar de promover ese cambio cultural, algunos individuos prefieren contribuir
al retroceso. Así, mediante actividades de orden intelectual, persiguen que los
ciudadanos sean idiotizados, convirtiéndolos en simples veneradores del régimen
reinante. Es el fin que se busca con poemas, cuentos, novelas, ensayos y obras
de teatro pertenecientes a un subgénero merecedor del aborrecimiento: la
literatura de propaganda.
Los libros que responden a esa lógica son fabricados para mostrar la
utilidad de su autor. Es otro mérito que, junto con aplaudir hasta enrojecer
las manos o vitorear sin tragar saliva, puede pesar cuando llegue la hora de
conservar el empleo. Ocurre que, a diferencia de las otras creaciones
literarias, esos volúmenes son compuestos para robustecer el amor propio del
gobernante, su circunstancial patrono. Sus páginas se forjan con el objeto de
divulgar mitos y debilitar la capacidad crítica del conciudadano. En este sentido,
la literatura no significa rebelión, tal como Mario Vargas Llosa lo ha planteado
con vehemencia. Entre esa gente, lo que menos se anhela es un lector indócil, con
mirada lúcida, escéptico ante las alabanzas escritas en prosa y verso. Este
tipo de mortales les resulta peligroso, porque es inmune a los embustes que se fraguan
mientras ministros, parlamentarios y demás secuaces fingen ser literatos.
Más allá de su dogmatismo y aun ridiculez, ya que las loas políticas suelen
ser bastante cursis, conviene remarcar el problema del oportunismo. Pasa que,
en la mayoría de los casos, su devoción al programa ideológico es una
impostura. Sin gran pesar, podrían escribir los mismos elogios o desagravios en
favor de otros partidos. Venden su mediocre pluma y retórica de sofista al
mejor postor. Por este motivo, las traiciones nunca son escasas en esa materia.
La historia enseña que, satisfecho el deseo de acceder a los privilegios
palaciegos, todo medio es bueno para su conservación. Cualquiera que confunda
su sometimiento con lealtad comete una terrible equivocación. La única fidelidad
que aprecian es aquélla capaz de multiplicar sus comodidades.
Nota pictórica. La contadora de historias es una obra
que pertenece a Franz von Defregger (1835-1921).
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