El sistema de
represiones vigente en cada sociedad reposa sobre ese conjunto de inhibiciones
que ni siquiera requieren el asentimiento de nuestra conciencia.
Octavio Paz
En todo tiempo y
espacio, los individuos cuentan con alternativas para tomar decisiones que satisfagan
sus necesidades. A diario, sin cesar, aunque no seamos conscientes de aquello,
es posible transitar distintos caminos, emplear varias vías que permitan
nuestro bienestar. Lo mismo sucede a nivel colectivo. Porque, mediante sus
integrantes, las sociedades tienen la opción de considerar diversos planes,
proyectos, principios e ideales. Está claro que, a partir de su inclinación
mayoritaria, la realidad, tanto presente como futura, puede ofrecernos un
panorama óptimo, decente, aceptable o pésimo. Esto último se daría, por
ejemplo, cuando, en lugar de resguardar la libertad, los ciudadanos procurasen
su eliminación. La historia enseña que esto es factible; sin embargo, el
fenómeno no deja de ser sorprendente.
Es difícil imaginar un hombre que se incline orgullosamente por la
esclavitud. Hablo de personas que, sin tener problemas psiquiátricos, ansíen su
cautiverio. Perder la posibilidad de actuar con autonomía, sin cargas que
impongan el sometimiento a las disposiciones del prójimo, no es un estado
ideal. Es verdad que la situación del amo difiere de aquélla protagonizada por
quienes acarrean los grilletes o soportan el látigo. En esa relación de poder,
como se conoce, una parte podría decantarse por preservar un sistema donde los
privilegios que sustentan su mando permanezcan invariables. Con todo, incluso
ese ánimo de dominio no parece constituirse en un atributo que, sin importar
las circunstancias, nos caracterice. El agotamiento de nuestros días muestra un
trayecto que tiene una meta distinta, en la cual los servilismos deberían ser
accidentales, involuntarios, trágicos.
Ahora bien, esa libertad puede ser objeto de preferencia o elección. Según Risieri
Frondizi, preferir no implica un conocimiento acerca del valor de algo que buscamos.
Se trata de un acto que no demanda ningún razonamiento serio, menos todavía
profundo; al contrario, puede obedecer a reacciones instintivas. El elector
tiene un tipo de actitud que resulta diferente. Antes de adoptar alguna
determinación, esa persona discurre sobre su carácter superior, puesto que las
otras propuestas quedarán relegadas. Su juicio final será, por tanto, el
producto de una deliberación que sea convincente. Así, en su criterio, el
simple gusto no es fundamental para orientarlo al respecto ni, peor aún, a los
semejantes.
Si atendemos esa distinción de Frondizi, está
claro que preferir la libertad es insuficiente. Cuando el motivo de su
escogimiento es tan rudimentario, privado del menor fundamento, no pesaría
mucho perderla. Su amparo exige que haya una reflexión capaz de sustentar esa resolución
en cualquier campo. Pero tampoco basta con que nos limitemos a elegir ese
valor, pues, sin un sistema adecuado para su salvaguarda, nuestra toma de
posición puede ser intrascendente. Correspondería, en consecuencia, que complementásemos
esa elección con un compromiso: la defensa del liberalismo. Es la derivación
razonable de respaldar una línea que sea indiscutiblemente contraria a toda
servidumbre. No se halla otra doctrina que nos depare lo necesario para consolidar
ese impulso de soberanía, esa propensión favorable a nuestra felicidad. Aclaro
que esto no debe ser entendido como una invitación al fanatismo. Los seguidores
de esta indeseable calaña no guardan relación con nuestra postura. La condición
de hombres libres conlleva también ese deber, propio del sujeto a quien no
gobiernan las vísceras.
Nota pictórica. El juego de la morra es una obra que
pertenece a Johann Liss (1597 o 1590–1631
o 1627).
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