…forma parte del
paisaje intelectual boliviano como un pequeño Sócrates maledicente, que nadie
quiere porque a nadie le dice lo que quiere oír.
Fernando Molina
No existe ningún reconocimiento que, de manera
contundente, pruebe cuán valioso es un individuo. Ni siquiera luego del deceso,
cuando la obra ya está concluida, las sentencias pronunciadas al respecto pueden
juzgarse como si fueran irrebatibles. Es cierto que, tradicionalmente, se han usado
diversos criterios, desde mentales hasta estéticos, para jerarquizar a los
hombres. Se sintió el impulso de diferenciarlos del resto, subrayando sus virtudes
o, para ilustrar problemas, mostrando qué no debemos hacer. Con todo, el dictamen
en torno a la brillantez del prójimo podría ser equivocado, pues puede
perseguirse así un móvil distinto, una pretensión de tergiversar los hechos
para elogiar, sin motivo alguno, al amigo, correligionario, cofrade o pariente.
Aun cuando las instituciones son falibles, al igual
que sus creadores, se les puede atribuir aciertos. No ignoro que, en el ámbito
educativo, esa tarea es laboriosa, ímproba; generalmente, los análisis acerca
de sus protagonistas son lastimeros. La crítica vale para el nivel escolar,
pero también en relación con todos los campus, sean éstos públicos o privados.
Sucede que, desde hace demasiado tiempo, las casas de estudios superiores no
tienen sino al retroceso como acompañante favorito. Adolecen de considerables
males, vicios que una sola generación jamás podría extirpar. Ésta es la
realidad que se nos ofrece en Bolivia, república donde, pese a los pregones del
oficialismo, continúan mandando el cretinismo, la pereza y diversas
manifestaciones de intolerancia. Sin embargo, en ese panorama nada envidiable,
pueden producirse acontecimientos que renueven nuestra esperanza de progreso.
Fue lo que, hace dos semanas, pasó con la Universidad Mayor de San Andrés
cuando esta entidad entregó al escritor, filósofo, cientista político y
catedrático H. C. F. Mansilla el título de Doctor Honoris Causa.
Desde su primera obra, Introducción a la teoría crítica de la sociedad, publicada en
España el año 1970, hasta los libros que, hace algunos meses, presentó sobre filosofía
política y, además, René Zavaleta, Mansilla ha demostrado claramente su aprecio
por el pensamiento. Sus páginas evidencian el propósito de aportar al examen reflexivo
que demanda nuestra realidad. No interesa que, como le ha pasado muchas veces,
sus observaciones tengan detractores sin lazos con la sinceridad, originando
censuras infundadas. Hay en sus razonamientos un afán de aproximarse a la
verdad que, sin duda, es fidedigno; por lo tanto, toda popularidad debe
estimarse superflua. Lo fundamental es que, durante su vida intelectual, ha
tenido la fortuna de causar vacilaciones, preguntas, incluso molestias. Esa
condición de “sembrador de inquietudes”, como llama Jaspers a los filósofos que
provocan al semejante, es ahora reconocida por dicho reducto académico.
Es innegable
que los doctorados honorarios no tienen siempre a la cordura como argumento
para su entrega; se valora más el oportunismo, las lambisconerías. Tampoco cabe
refutar que, en este país, la regla es toparse con estudiantes, profesores y
demás funcionarios intoxicados de mezquindad. Por esta razón, el gesto en favor
de H. C. F. es un suceso excepcional. Debe llenar de complacencia porque,
gracias a ello, sus ideas pueden ser conocidas por más gente, propiciando
adhesiones, réplicas, debates. Sé que, por desventura, no habrá un maremoto de
nuevos lectores; empero, lo venidero puede mejorar su público. Estoy seguro de
que, si esto se diera, nuestra convivencia lo agradecería.
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