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Arendt, crítica del horror y el poder





Su obra destaca en una época, la nuestra, en que la actividad de quienes se dedican al pensamiento parece reducirse a mera hermenéutica, carentes del coraje o la capacidad necesarios para decir algo sobre el mundo o sobre la propia experiencia del mismo.
Fina Birulés


Fue discípula, interlocutora, amante, pero igualmente crítica, del filósofo que, por más de un motivo, concentró las mayores atenciones del mundo académico en el siglo XX. Hasta su tesis doctoral, que trata del amor según san Agustín, permite notar ese lazo que la unió a Martin Heidegger. Pese a ello, gracias al arranque personal, cristalizado en obras que no han perdido brillantez, no puede menospreciarse su autoridad. Revisar, por ejemplo, su Diario filosófico, escrito durante veintitrés años, deja la certeza de que, aun cuando comente poemas, genera inquietudes provechosas entre sus lectores. Al estudiar esas anotaciones, no se puede sino admirar el esfuerzo hecho para comprender a los individuos y sus sociedades, así como los horrores consumados en busca del poder. Porque, si bien hubo otros temas que le interesaron, ésos causaron gran impacto en Hannah Arendt, fallecida hace ya cuatro décadas.
Aunque abandonó Alemania en 1933, con veintiséis años, fue víctima de las abominaciones del nazismo, ya que era judía. Es imposible disociar el totalitarismo de su pensamiento. Hay épocas que marcan a filósofos, quienes, por haberlas vivido, se sienten condenados a meditar al respecto. Pasó con Thomas Hobbes, cuyos razonamientos en el plano político son una consecuencia directa del tiempo que contempló. Eso sucedió también con nuestra autora, puesto que los tormentos y el exilio infligidos por el régimen de Hitler le impusieron la tarea de cavilar en torno a sus orígenes, aventurar su genealogía y aun exponer comparaciones irritantes. Es que, con valentía, se animó a mostrar la naturaleza totalitaria del estalinismo. No importaba lo que dijera la intelectualidad izquierdista, siempre numerosa e influyente en el campo académico; ella denunció esas ruindades porque el acercamiento a la verdad lo demandaba.
Debe subrayarse que, cuando reflexionó sobre política, elaborando juicios controvertidos, la finalidad era contribuir al mejoramiento de nuestra convivencia. No quiso engrosar la tradición de pensadores que inventan utopías para acabar con lo político; esa dimensión era ineludible para su análisis. Por supuesto, personas a quienes trató, como Jaspers o el mismo Heidegger, merecen una especial consideración en su ideario. En cuanto a sus trabajos intelectuales, cabe resaltar que no tienen un rigor estrictamente filosófico, porque, con regularidad, la historia e incluso el periodismo dejan huella en las composiciones arendtianas. En cualquier caso, sus textos contaron con la fortuna de gestar debates que, sin duda, sirven para examinar los problemas del presente.
En su infinito afán de comprensión, Arendt no se arredraba frente a prejuicios o dogmas que invocaban sus allegados. Eichmann en Jerusalén, su obra publicada el año 1961, es un claro ejemplo de aquello. Manifestó entonces que el mal no se presentaba sólo en seres monstruosos. Cumplir con un deber burocrático, por más moral que pareciera, podía conducir al infierno político. El Tercer Reich nos había enseñado que hasta un funcionario insípido podía contribuir a la consumación de colosales atrocidades. Mas no se limitó a señalar esto, muy importante para entender la condición humana. Opinó asimismo que los judíos, sus compañeros de fe, no hicieron lo suficiente para defenderse del nazismo. Fue un ejercicio de autocrítica que, obviamente, puso a prueba su gallardía intelectual. Vale la pena decir que, como ocurrió con diferentes reflexiones, su planteo no fue objeto de ninguna retractación.

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