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La originalidad en aprietos





Ser original significa volver al origen.
Antoni Gaudí


La inmodestia suele conquistar a cuantiosos sujetos que trabajan en el ámbito intelectual. Nadie niega que, por el hecho de reflexionar con autonomía, relegando prejuicios, dogmas y demás falacias, justifiquen una sincera felicitación. Si el mundo tiene aún esperanza de mejorar, ésta puede ser alimentada por ellos, esos hombres que aprecian algo tan brillante como una buena idea. El problema es que, aunque se trate de un interés auténtico, sus secuelas pueden tornarse perjudiciales. No me refiero al daño causado a terceros; estoy imaginando reveses que uno mismo perpetra en su contra. Entre otros casos, esto se presentaría cuando, erróneamente, creemos que hicimos un fabuloso descubrimiento, una notable invención o, por lo menos, alguna ocurrencia digna del recuerdo. No habría ningún inconveniente si lo planteáramos sin engreimiento, puesto que las equivocaciones al respecto son excusables; empero, cuando pregonamos nuestra supuesta supremacía y dominio del campo, el desatino puede ser bochornoso, evidenciando ignorancia, mediocridad e inmadurez.
Es imprescindible que reconsideremos siempre las razones de nuestras certezas. El fanatismo puede conducirnos a templos en los cuales sus ídolos tengan pies de barro. A propósito de esta metáfora, quien crea que, con Friedrich Nietzsche, comienzan los cuestionamientos a las verdades absolutas comete un error. Como pasa con varios de sus razonamientos, ese gran pensador no fue original cuando habló sobre aquello. No desconozco que su estilo dio a la literatura filosófica uno de los regalos más preciados. Tampoco infravaloro su actitud, el coraje para lanzar embestidas sin ninguna prudencia. Mi observación tiene que ver con planteamientos a los cuales se lo asocia como si fuese su hacedor. Es que su conocido relativismo, adorado por los posmodernos, ya se halla en la obra Verdad o discursos demoledores, de Protágoras, publicada muchos siglos antes del meditador nacido en Alemania.
Notamos también el fenómeno en una figura todavía muy alabada. Suponer que Karl Marx denunció, por primera vez, la injusticia de las leyes humanas, pues servirían sólo a los poderosos, es otro desatino intelectual. Se puede atribuir esa idea para estimular plateas, alentar gritos del feligrés socialista; sin embargo, fuera de dicho terreno, no mereceríamos sino la censura. Porque, entre otras adopciones –como su conocida relación del opio con la religión, que pertenece a Heinrich Heine–, esa crítica normativa fue formulada, en la Edad Antigua, por Trasímaco. Ciertamente, ese sofista manifestó que la ley era un medio para la dominación del débil por parte de quienes tienen poder. En resumen, ésta es la primera versión del cuento que narra el conflicto entre proletarios y capitalistas.
Finalmente, una precisión para los amantes del lenguaje y sus disputas reflexivas. La obsesión por las palabras, sus significados y los empleos antojadizos del poder, entre otros asuntos, no se inició hace una centuria con Saussure. Ni siquiera los nominalistas, diestros en esos menesteres, fueron quienes principiaron esta clase de disquisiciones. Una vez más, toca volver al pasado y a Pródico, representante de la sofística que, en su época, ya exigió tener sumo cuidado al elegir cada vocablo. Es lo que corresponde al hombre serio, evitando una censurable palabrería. Fue una observación útil, pero que, por desgracia, la juzgamos novedosa. Por todo ello, cabe aconsejar no caer en la soberbia de creer que se comenzó a pensar hace poco tiempo.

Nota pictórica. El jugador de ajedrez es una obra que pertenece a Corneliu Baba (1906-1997).

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